A los jerezanos nos pasa como a la lotería de Navidad, que estamos muy repartidos. De los 200.000 que somos -recordatorio para los que hayan pasado los últimos tres meses más allá de la galaxia de Andrómeda- deberían aclararnos cuántos pacen en su patria chica (tranquilos, aquí no pediremos un estatuto) y cuántos decidieron saltar el charco -de los Hurones- para alojarse en otras latitudes. Hay muchos, demasiados, que, por mor de nuestro raquítico mercado laboral, tuvieron que meter sus raíces y su orgullo en una maleta y tragarse las lágrimas para irse a nuestras colonias en Canarias y Mallorca a buscarse un plato de lentejas. Pero, aunque no contabilicemos a estos mártires de nuestra sociedad moderna, lo cierto es que se encuentra uno a jerezanos hasta en el último rincón del planeta. Desconozco si ocurrirá algo parecido con los naturales de Tarrasa o Alcalá de Henares, ciudades donde también son 200.000, pero les aseguro que no es una leyenda urbana eso de que uno se acerca a Tegucigalpa o Socuéllamos, por ejemplo, y se encuentra a alguien de Jerez. Que barbaridad.
Una de las anécdotas más llamativas que al respecto han llegado a mis oídos tiene como protagonista a uno de los políticos jerezanos más conocidos de las dos últimas décadas, al más conocido, vamos. La acción tuvo lugar en uno de esos parques nacionales que se pierden a lo largo y ancho del continente australiano.
Allí, a 18.000 kilómetros de la calle Larga, Don Pedro, extasiado por la belleza del paisaje soltó un: «Esto es increible ¿ehn?». De repente un grupo de excursionistas que caminaban unos metros por delante se giraron y con los ojos como platos replicaron: «¿Ira, quillo, el Pacheco!». Eran de Jerez, y aquel remoto paraje de koalas, canguros y ornitorrincos fue testigo del encuentro.
También está aquel grupo de estudiantes del instituto Padre Luis Coloma que en su viaje de fin de curso se pusieron como meta recorrerse Italia de cabo a rabo. Cuando llegaron a Roma y embargados por la emoción y el sentimiento patrio optaron por dejarse caer por la plaza de San Pedro al compas de una sevillanas. Raudas, un grupo de monjitas que había reconocido el mírala cara a cara que es la primera, se acercó con clara intención de sumarse a la fiesta.
-«¿De dónde sois?
-«¿De Jerez!»
-«¿Como nosotras!», respondieron dos de las novicias.
Dios sabe que es verdad. Un servidor pululaba por allí, a los pies del Vaticano.
Se me viene a la mente también la historia de dos periodistas de la tierra que viajaron a Bruselas para conocer de cerca las entrañas de la Unión Europea. En una tarde de asueto decidieron hacer turismo por la capital belga (1.018.029 habitantes) y de regreso al hotel subieron en un taxi. Antes de mediar palabra el sufrido del volante giró la cabeza: «Qué, españoles ¿no?. Si es que se os nota a leguas». Tras cruzar dos frases descubrieron que el taxista era de Jerez. Y así, decenas de historias más. Si no les ha sucedido nunca algo similar, el mejor banco de pruebas es la Gran Vía de Madrid. Dense un paseito cualquier día de estos y ya verán. Verán, se pararán y saludarán. Por cierto, no se les ocurra ir a Alemania a ver un partido del Mundial. Seguro que se encuentran a alguien y hay que conviá.