Durante los tres primeros siglos del cristianismo, abundaron escritos religiosos apócrifos. Algunos llegaron a darse el nombre de Evangelios. Apócrifo significa fabuloso, supuesto o fingido y, naturalmente, estos libros no fueron considerados como inspirados. Fueron producto de ilusos, de sectas o de resentidos. La Iglesia los conservó hasta hoy. En España los edita la propia Iglesia en la Biblioteca de Autores Cristianos (B.A.C.) que ya ha alcanzado su novena edición, y están al alcance de cualquier comprador. No se trata, pues, de secretos que la perjudiquen.
Hoy se utilizan para la producción de literatura seudo-religiosa, no esotérica, porque nada hay oculto. Se dirige a una sociedad que, al no creer en Dios, se cree cualquier cosa. Dos ejemplos tragicómicos de ello son: El Código Da Vinci, de Dan Brown, y El Evangelio de Judas reconstruido por la National Geographic Society de los Estados Unidos.
El argumento de El Código da Vinci se basa en una mentira de hace diecinueve siglos. Por tanto, su precisión histórica y cultural es un fraude. El autor cae en una contradicción llamativa: a un desconocimiento absoluto de la ciencia (estudios sobre la historicidad de los evangelios y análisis crítico de sus textos) une un reconocimiento de autoridad a los apócrifos. En efecto, la hipótesis sobre la descendencia de la Magdalena surge de una interpretación retorcida del «Evangelio de Felipe» (n. 55), un texto apócrifo gnóstico de fin del siglo I. Aunque una copia del manuscrito haya sido descubierta recientemente (1945), se conoce por relatos de los Padres de la Iglesia desde los primeros tiempos (véase B.A.C., pág. 706). El argumento, además, da diversas interpretaciones antihistóricas y propone una lectura viejo-marxista de la tradición y del magisterio de la Iglesia, como superestructura ideológica que encubre una voluntad de poder y opresión.
Dan Brown no aportará nada a la historia de la Literatura, su escasa originalidad lo sitúa entre los imitadores. Sus tramas son manidas: un tema imaginario oscuro, un crimen de por medio, varias sociedades secretas, y muchos elementos de confusión. Lo que sobresale de Dan Brown es su falta de precisión histórica e incluso sus fallos de localización; pero también destaca su gran ingenio para construir un bestseller que consigue aquello que se propone: desacreditar las raíces cristianas de Europa, identificadas con la Iglesia Católica y el Vaticano, y crear la polémica suficiente que garantice la mayor venta posible de su obra.
La versión cinematográfica es aburrida: trata de Cristo y de la Iglesia y desconoce completamente aquello de que trata. No hay un destello de verdad histórica, teológica o cultural en todo su desarrollo. Por eso, y por otras muchas cosas más, tiene razón el arzobispo Angelo Amato cuando afirma: «Si tales calumnias, insultos y errores hubieran sido dirigidos contra el Corán o el holocausto, ello habría provocado un legítimo levantamiento mundial, pero cuando son dirigidos contra la Iglesia y los cristianos, permanecen impunes».
Otro asunto es la reconstrucción del «Evangelio de Judas» (véase B.A.C., pág 66), por la National Geographic Society. El problema aquí está en que, siendo éste un tema científico, serio, pretenden sacar conclusiones teológicas, en su libro, los que nada saben de teología. Quizás así se espere recuperar los millones gastados en un manuscrito de coleccionista.
¿Por qué esta fiebre ahora por reinterpretar los orígenes del cristianismo? Por una parte revela el deseo del misterio y de lo sagrado que tiene la gente y, por otra vender la idea de que todo fue una invención. Entonces se podrá prescindir de él y volver a la religión pagana, la del culto a la fecundidad y al encuentro sexual cósmicos.
¿Qué hacer? ¿Cuál ha de ser la respuesta del cristiano a este fenómeno? Ante todo, no tener miedo, porque no se tambalean las razones de nuestra esperanza. Después, conocer mejor la Biblia y, en concreto, los Evangelios. Luego, amar y defender a la Iglesia teniendo un mayor conocimiento de su Historia.