Triunfo rotundo del «sí», aunque amortiguado por una abstención voluminosa. Y fracaso ostentoso del «no». Los votos favorables al nuevo Estatut de Cataluña se los adjudican, por este orden de vanidad o de necesidad política, Rodríguez Zapatero, Artur Mas y Pasqual Maragall, mientras que los titulares del rechazo, Carod Rovira y Mariano Rajoy, reaccionan con actitudes diferentes. El republicano hace autocrítica, obligada en un partido de izquierdas, aunque la izquierda haya perdido la costumbre, y el líder del PP busca y rebusca inútilmente en la abstención las papeletas que no quisieron complacerle.
En la gestación del Estatut han cometido sus autores y mentores (Rodríguez Zapatero es el mentor esencial) errores de diversa índole. Y en el lado de la oposición, el PP aseguraba que el reformismo estatutario, además de ocultar una reforma avillanada de la Constitución, iba a desmembrar el país, fraccionando su unidad. Pero la aceleración histórica ha ido convirtiendo el proyecto estatutario catalán de máximo problema nacional en puro trámite político, en el requisito a superar para que pudiera arrancarse la primera hoja del calendario diseñado por el Gobierno para iniciar el diálogo con ETA.
La primera hoja se arrancará esta misma semana, cuando Rodríguez Zapatero telefonee a Rajoy para charlar en La Moncloa sobre el asunto. A media tarde del lunes no se había producido esa llamada, pero Rajoy, siempre en su línea, afirmó que «hasta ahora se está haciendo lo que quiere ETA (reunión con Batasuna, prólogo de esa mesa de partidos, legalización de la coalición abertzale...) y lo próximo será Navarra y el derecho de autodeterminación».
Se podrá seguir discutiendo eternamente las razones y el sentido de la excesiva abstención en este referéndum estatutario, pero, como trámite de obligado cumplimiento para cerrar una página política y abrir otra distinta, vale decir «prueba superada», parafraseando un programa de televisión. Más que adosar el abstencionismo al «no», sería tal vez más sensato atribuirlo a la pereza ciudadana por manifestarse, mediante desplazamiento a las urnas, sobre un asunto que a muchos catalanes les parecería razonablemente bien, tras el empacho de debates, errores, dramatismo y catastrofismo en que se vio envuelto durante dos larguísimos años.
Nos encontramos, pues, ante una situación en la que Cataluña no se enfrenta a más problema que el de sus elecciones autonómicas de otoño, con el convergente Artur Mas intentando convertirse en el gestor del Estatut, y deshojando el PSC la margarita de Montilla o Maragall. O los dos en el mismo póster, para que uno, Montilla, reciba los votos dedicados a Zapatero y el otro, Maragall, los del catalanismo que no quiere ser nacionalista. Y ya ha empezado la campaña catalana, nada más cerrarse las urnas el domingo, y disputarse todos el éxito del «sí» y sólo aceptando Carod Rovira la derrota meridiana del «no».
Pero de ahora al otoño, el problema, o más bien la tarea nacional, va a ser la tramitación del proceso de paz, encaminado obviamente al fin de ETA mediante su disolución. Y aquí no ve Rajoy que el resultado del referéndum catalán le dé a Zapatero un visto bueno para hablar con la cúpula etarra sobre temas que salgan de las líneas rojas trazadas por el lápiz del líder popular, lo que no supone ningún problema, pues nunca ha dicho ni insinuado el presidente del Gobierno que va a pagar a ETA un precio político ni que va a retirar el respeto y la atención que le inspiran las víctimas. Se estrena calendario político, al haber finalizado el a veces en apariencia inacabable Estatuto catalán.