«Un plan que cuente sólo con el 51% de apoyos está abocado al fracaso».
Lo dijo el presidente del Gobierno el 2 de febrero de 2005, en el debate celebrado en el Congreso sobre el Plan Ibarretxe. Durante el turno de réplica Zapatero instó al lehendakari a lograr un acuerdo que tenga «la misma fuerza» que el Estatuto de Gernika. ¿Por qué un Estatuto de Autonomía para el País Vasco que fuera aprobado sólo por el 51% de los ciudadanos era un fracaso y en cambio un Estatuto de Autonomía para Cataluña aprobado con la asistencia a las urnas del 49% es una victoria por goleada, como algunos aseguraron irresponsablemente durante la madrugada electoral? Decía Napoleón que una derrota explicada con todo lujo de detalles es imposible distinguir de una victoria. A lo mejor por eso todos los analistas se han lanzado a pormenorizar los resultados y ahora resulta difícil saber quién miente diciendo la verdad, porque las verdades a medias son la peor clase de mentira.
Nadie debería negar legitimidad jurídica al nuevo Estatuto: por la legalidad de su tramitación y porque la victoria de los «síes» sobre los «noes» por 73,9 a 20,7 expresa una mayoría irrebatible. Pero tampoco a nadie se le puede negar el derecho a objetar que la escasa participación -de los 5.300.000 catalanes que podían votar sólo 2.532.000 lo hicieron, mientras 2.593.000 se desentendieron- revela el desinterés popular por un asunto ajeno a los intereses e inquietudes de los ciudadanos y un rechazo a las maniobras de los políticos que han provocado una innecesaria crispación en el conjunto de los españoles; una notable inquietud entre la clase empresarial catalana; un indeseable efecto imitación en los dirigentes del resto de las Comunidades Autónomas. No se puede negar ese derecho. Y siempre habrá quien entienda que la simbólica victoria de la abstención militante, superior a la mitad de la población, resta legitimidad moral a una reforma legalmente aprobada.