El juicio por el secuestro y asesinato de Miguel Ángel Blanco sentó ayer en el banquillo de los acusados a los pistoleros de ETA Xabier García Gaztelu, e Irantzu Gallastegi, señalados por la Fiscalía como autores materiales del horrible crimen. El recuerdo de las angustiosas horas que transcurrieron entre la tarde del 10 de julio de 1997, el descubrimiento de Miguel Ángel gravemente herido y la confirmación de su fallecimiento forma parte de la memoria de una sociedad que reaccionó masivamente, tratando primero de salvar la vida del joven edil del PP en Ermua y condenando después la ignominia etarra. La banda terrorista escenificó la obra más cruel que pudiera haberse ideado, proyectada a través de los medios de comunicación al mundo entero. Cada ciudadano se vió obligado a imaginar, minuto por minuto, la truculencia de un calvario cuyo desenlace final estaba dictado de antemano. La demanda del acercamiento de los presos de ETA a Euskal Herria en un plazo de cuarenta y ocho horas no era más que el subterfugio argumental para un asesinato a plazo fijo.
Hoy, a pocas semanas de que se cumplan nueve años de aquel estremecedor acto terrorista, resulta si cabe más difícil de entender cómo unos seres humanos pueden apropiarse y acabar con la vida de un congénere en nombre de supuestos objetivos políticos. Durante décadas el mal del terrorismo ha evitado mostrar su verdadero rostro, imputando a una misión colectiva la responsabilidad de su bárbara actuación. Pero ni siquiera el principio de presunción de inocencia puede evitar que la opinión pública identifique en la actitud y en la mirada de los acusados la incalificable crueldad de quienes pudieron secuestrar y rematar a un ser indefenso, impotente ante la suerte que le había señalado el dictado terrorista. Un incomprensible sectarismo asesino que condiciona la percepción de la sociedad sobre el fin de la violencia.
El rostro del mal plantea a la sociedad entera y en especial a las instituciones un dilema moral de indudables consecuencias políticas: hasta qué punto los beneficios penitenciarios que eventualmente pudieran favorecer a los condenados por delitos terroristas, aun ciñéndose a la legalidad vigente, podrían constituir un acto de injusticia respecto a la memoria de víctimas como Miguel Ángel Blanco. La respuesta parece evidente: depende de la actitud que muestren esos mismos condenados; de su disposición a responsabilizarse del mal causado; de que eviten justificar su ominoso pasado y de que reconozcan en las sentencias de los tribunales y en el reproche social que ha merecido su trayectoria de muerte y destrucción la única recompensa que pueden recibir.