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Martes, 20 de junio de 2006
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CULTURA
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El dolor llega como una inmensa ola
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Coincidí con Rocío Jurado en la pasada edición del Festival Flamenco de la Yerbabuena, que cada año se organiza en el pueblo sevillano de Las Cabezas de San Juan. Fue un caluroso 22 de julio del año pasado, en el transcurso de un acto en el que se le entregaba la Yerbabuena de Plata. Entonces, ya había pasado por el infierno de la clínica de Houston donde comenzó a librar esa batalla con la muerte. Se le veía entera, esperanzada y luchadora, pero con esa mueca agria de quien se sabe señalada directamente por la desgracia.

Yo hacía las labores de mantenedor del acto y dediqué unas sinceras palabras a su amplia trayectoria profesional que ella asumía con elegantes afirmaciones con la cabeza. Luego, cuando llegó su turno, nos dedicó a todos unas sinceras palabras, llenas de gratitud, y un inmenso piropo al cante flamenco y la canción española. Sin embargo y a pesar del ambiente festivo, había algo de responso en sus palabras.

Era esa densa sensación por la que pareciera que, en cada acto público que llenaba desde su enfermedad se estuviera despidiendo continuamente, con una mano fuerte asida a la vida y con la otra dibujando interrogantes al destino. Rocío Jurado fue desojando la margarita del recuerdo y me di cuenta al momento que se trataba de una artista, no sólo como la copa de un pino, sino de esas a las que costó sudores y más de una lágrima llegar hasta dónde lo hizo.

Primero, cantando fandangos de Huelva, con los que ganó su primer concurso en el Teatro Villamarta de Jerez, apenas siendo una niña. Más tarde, recorriendo con su madre media España buscando un hueco con una joven promesa, cuando el arte español malvivía en pensiones y las míseras comisiones de los intermediarios.

«Cuando me propusieron este homenaje no lo dudé -comentó la que ya es chipionera universal-, entre otras cosas porque me acuerdo esas paradas de Los Amarillos en este pueblo, cuando iba con mi madre a buscarme la vida como una provinciana. No había aplausos, ni piropos... sólo carretera y muchas fatigas».

Esas fueron sus palabras textuales. Se volvió hacía mí y me dio las gracias efusivamente por lo que había sido mi sencillo homenaje. Y eso que la catalogaban de la «más grande», pero comprendí por qué. Porque se nota a leguas a aquellas personas que sufrieron lo suyo para llegar a ser artistas reconocidas. El no olvidarse de sus principios, aún estando en la más alta cima de la fama, la hacía más grande aún y ésta fue una experiencia inolvidable para todos cuantos tuvimos la dicha de compartir unos momentos con ella, sin saber que estábamos ya en el principio de una despedida, que hoy duele como una ola inmensa, como una ola.

Andaluza universal

Lo primero que escuchó Rocío fueron los cantes de un humilde zapatero que entonaba historias cotidianas a golpes de soleá. Remendó zapatos y recogió fruta; mas la llama del cante prendió en sus adentros y la llevó ser artista por encima de todo. Recorrió no pocos concursos de cante flamenco, ganando algunos tan famosos como el reseñado en Jerez y el de Radio Sevilla, celebrado en el teatro de los Álvarez Quintero.

Se recorrió en autobuses y camionetas el largo y el ancho de nuestra Andalucía, hasta que pudo dar el salto a Madrid, donde Pastora Imperio, en el tablao Duende, y Manolo Caracol, en Canasteros, le dieron cobijo artístico, una vez deslumbrados por su inmensa voz. Grabó con Cepero, con Melchor de Marchena, con Manolo Sanlúcar... hasta que llegó su abrazo definitivo con la canción, llegando a cotas insuperables con Manuel Alejandro e inundando el mundo entero con la ola de su verdad. La ola de una artista única e irrepetible.



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