Cuando alguien se refería a ella como la más grande, no era necesario añadir nada más. Rocío Jurado era desde hace muchos años la más grande, y así se ha ido, sin tener que explicar con palabras en qué consistía su arte y su oficio.
La conocí hace mucho tiempo, cuando Augusto Algueró le escribía canciones... Por entonces actuaba en los tablaos de Madrid, donde quienes la escuchamos quedamos sorprendidos por su empuje y su fuerza. Luego hizo teatro y también cine, aunque muy poco: su gran revelación fue la voz.
Concha Piquer, con la que tantas veces la compararon y con quien mantuvo un pulso en lo más alto de la copla, fue una actriz con una voz muy especial, pero la garganta de Rocío Jurado era un fenómeno físico. Punto y aparte. Cuando cantaba Rocío Jurado se hundía el mundo. Copla, cante o canción: con todo podía porque no tenía fronteras. A esa mujer, fuerte hasta el final de su vida, no había manera de atarla.
Como persona era cariñosa y espléndida; como artista tenía el carácter y el temperamento que hacen falta para mandar sobre el escenario y quedarse solo. Allí no había nadie más cuando cantaba Rocío. Sabía que era la más grande, y que no volvería a haber otra como ella, como tampoco habrá otra como Concha, o como Lola, o como Estrellita... Antes éramos de otra manera, quizá porque el público de aquella época nos obligaba a ser artistas de verdad, a ser muy grandes.