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Viernes, 16 de junio de 2006
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Los obispos y la unidad de España
Los obispos y la unidad de España
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Los próximos días 21 y 22, poco después del referéndum estatutario catalán y poco antes de la visita del Papa a Valencia, se celebrará una asamblea plenaria extraordinaria de la Conferencia Episcopal en cuyo orden del día está ya establecido que los obispos discutan sobre la situación de España, con especial hincapié en la unidad territorial y en la situación vasca tras el alto el fuego de ETA. Se conoce asimismo que el cardenal de Madrid, Rouco, ex presidente de la Conferencia Episcopal, y el arzobispo de Toledo y actual vicepresidente de la Conferencia Episcopal, Cañizares, máximos representantes ambos del ala más conservadora del episcopado, han perfilado ya un documento que trata de dar apoyatura teológica al bien objetivo de la unidad de España. Ni Rouco, que acaba de publicar un libro titulado España y la Iglesia Católica, ni Cañizares han ocultado en los últimos tiempos su afán de defender a España de los «nacionalismos segregadores» que la amenazan. Y el obispo de Toledo, por su parte, ha aludido reiteradamente a la importancia de las raíces de España como crisol del catolicismo, y, en los últimos días, al papel eminente de Isabel la Católica en este designio.

Es dudoso -lo reconocía entre líneas el propio Rouco en una entrevista concedida a ABC el pasado domingo- que el sector conservador de la Conferencia Episcopal tenga suficientes apoyos para sacar adelante el mencionado pronunciamiento, que podría ser finalmente archivado en un cajón por el moderado Blázquez, que preside actualmente la Conferencia, pero, en cualquier caso, un grupo de destacados católicos catalanes ha publicado un escrito en el que expresa su «inquietud» por dicho documento y afirma, con toda contundencia, que «unidad quiere decir uniformidad, centralismo y jacobinismo. La supuesta unidad no es un bien pastoral sino una apuesta política». Sacralizar la unidad de España «equiparándola a un bien común superio», sigue diciendo la misiva, «supondría una imposición política y una iniciativa incomprensible para la mayoría del pueblo de Dios que peregrina en Cataluña...».

Quienes no somos nacionalistas no podemos ni entrar ni salir en una disputa en la que se enfrentan, manifiestamente, el nacionalismo españolista y el nacionalismo catalanista más evidente. Pero sí podemos quedarnos perplejos ante el intento de convertir un asunto de incuestionable calado político -la organización territorial de España- en un tema trascendente, relacionado con la fe, respaldado por la teología y, por ende, con un valor dogmático contrastado.

Es cierto que la idea de España adquirió entidad política hace quinientos años, que es mucho tiempo, pero también lo es que los seres humanos tenemos grandes dificultades a la hora de conceptualizar los grandes ciclos cósmicos, en los que cinco siglos nada significan. De ahí que el intento de otorgar categoría sagrada a un capítulo de la historia de España tenga que parecer un ejercicio intelectualmente inane, más cercano a la pequeña idolatría de la simple superstición que a la sólida teología de una Iglesia que lleva milenios meditando sobre Dios.

El debate nacionalista que manifiestamente se desarrolla en el seno de la Iglesia, y por lo tanto con su complicidad, tiene además un efecto perverso: otorga a algunas opciones del debate pluralista cierta carga dogmática, intransigente, de forma que se engendra una asimetría entre la ideología contaminada de religión que ostentan los particularismos y el escepticismo critico de las demás opciones. La interferencia entre política y religión contamina, en fin, el proceso político, dificulta los debates puramente racionalistas y da, en definitiva, armas a los nacionalismos -a los centralistas y a los periféricos- con las que mantener la llama de unos conflictos nada saludables y desde luego perturbadores para el bien común.

La integración europea, que ha tenido la virtud de amortiguar las fronteras nacionales y de poner en evidencia el particularismo, había desempeñado entre nosotros un efecto benéfico que, de haberse acentuado, hubiera permitido enterrar muchos viejos demonios familiares. Pero la Iglesia, que ya estuvo claramente en la génesis de ETA, se obstina en mantener viva la llama identitaria. Hace con ello un flaco favor a la colectividad.

Y confirma la tesis de que las instituciones religiosas -todas ellas, en realidad- se sienten más a gusto en un clima de vehemencia e irracionalidad que en las frías y sobrias sociedades democráticas cuyos valores se asientan en el humanismo racionalista y no en los dogmas otorgados.



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