La semana pasada salí a tomar algo con los amigos, y lo hice pese a que noticias como la subida de los tipos interés -y su reflejo en mi hipoteca- me hicieron pensar por un momento en la posibilidad de olvidarme de hacer vida social durante uno o dos siglos, lo suficiente para ajustar mis ahorros.
Pero la cabra tira al monte, qué le vamos a hacer. Y nos fuimos de bares, porque el botellón nunca ha sido lo mío. A mí para charlar me gusta quedar para un café, pero cuando salgo prefiero el ambiente del bareto, la cultura de la barra, los pocos cigarritos que me permito y, lo más importante, la música. Escuchar buenas canciones, disfrutar de un bailoteo con el que desatrofiar los músculos después de una semana ante el ordenador y cantar a grito pelado las preferidas. No tiene precio...
Pero el otro día me sentí como una extraterrestre. En algunos bares en los que nos aventuramos por primera vez -no en los míos de siempre, en los que me ponen la mejor música, ésa que a algunos compañeros de redacción les provocan frases como «no está eso pasado ni nada»- era incapaz de descifrar melodías, y mi cuerpo no respondía a la música. Miré a mi alrededor y en mi grupo vi las mismas caras de consternación.
Todo sonaba igual, no había ni un cambio de ritmo, nada que llamara la atención. Alguien verbalizó lo que pensábamos todos, aún a riesgo de parecer unos abuelos: «Antes se hacía mejor música». Por eso volvimos a los antros de siempre, a bailar música de nuestra época como Gabinete Caligari, Radio Futura, Loquillo y hasta los Hombres G, como confesó envalentonado alguno.