Nos cuentan los noticieros el inicio de la temporada de huracanes en Centroamérica, y en apenas unos días aparecerán las listas de muertos, desaparecidos, desplazados, infraestructuras y viviendas dañadas o destruidas, y, un par de días después, varios números de cuenta de otras tantas organizaciones en los que aportar nuestras monedillas a las tareas de reconstrucción.
Los llamados desastres naturales causan más muerte y destrucción que las guerras, aunque algún que otro desastre humano tipo George Bush II o Ehud Olmert se empeñe en intentar doblegar a vientos, mares y placas tectónicas enloquecidas. En algo se parecen las catástrofes que provocan estos agentes tan dispares. Son evitables. En el caso del presidente estadounidense y el primer ministro israelí, la tarea compete sobre todo a sus votantes, bastaba con haber sido un poco previsores, sus antecedentes indicaban claramente que los chicos apuntaban maneras como asesinos de pro. Y no han defraudado. En cuanto a los empujones que, de forma cíclica, detectable y por tanto sin el temido factor sorpresa, se empeña en dar la Madre Tierra como consecuencia de su propio, por llamarlo así, metabolismo (pues es un organismo vivo que en forma de terremotos, huracanes y demás manifiesta su fisiología), evitarlos requiere sentido común y algo de dinero.
Sentido común para no construir en zonas inundables o en las faldas de un volcán. Sentido común para diseñar edificios flexibles en las áreas donde la tectónica de placas se obstina en hacerse visible. Sentido común para contar con una red de servicios sanitarios y emergencias lo suficientemente ágil como para alzancar zonas remotas. Y así un largo etcétera. Por supuesto grandes dosis de sentido común que no se puedan aplicar por falta de dinero no sirven de mucho.
La ayuda de emergencia tras una catástrofe causada por la imprevisión y la miseria es necesaria, pero más aún lo es la ayuda (más bien habría que decir la restitución de lo robado) a la transformación social efectiva de aquellos lugares (el 75% del planeta, más o menos) que hemos dado en calificar como Tercer Mundo.
Tras el terremoto que destruyó Lisboa allá por 1755, Voltaire escribió un poema lamentándose de la destrucción infligida por Dios a los honrados lugareños. «Sólo Dios tiene razón, ¿qué hacer, oh, mortales? Someterse, adorar y morir». Menos mal que vivió en el Siglo de las Luces, la Ilustración y el imperio de la Razón. Un coetáneo no menos famoso, Rousseau, le respondió en una carta. En ella explica con claridad como «la mayor parte de nuestros males físicos es obra de nosotros mismos. Sobre lo sucedido en Lisboa, convenga usted en que la naturaleza no construyó las 20.000 casas de seis y siete pisos y que si los habitantes de esta gran ciudad hubieran vivido menos hacinados, con mayor igualdad y modestia, los estragos hubieran sido menores, o quizá inexistentes». Lo dicho, sentido común y dinero.