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Lunes, 12 de junio de 2006
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LECHE Y PICÓN
Los Mamahostias
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Ojú, qué caló. Es la frase más repetida que oigo de los viandantes mientras paseo, sediento y calmoso, por el centro de Jerez. Que, por mor del Mundial y de esas calores, posiblemente va a ser, hasta el próximo Septiembre rubio de racimos y vendimia, el último paseo por esa calle Larga donde las losas, a fuer de mal colocadas, bizquean más que aquel personaje entrañable al que llamaban el Bizco de los Camarones. Uno de tantos personajes que antes alfombraban de gracia y ángel estos territorios del Sur y que ahora escasean como caracoles en Navidad. Ahora proliferan las prisas, los rostros serios, y me digo que echo de menos algo que antes se atistaba en esta tierra bendita: la convicción de que la vida, las más de las veces, hay que tomársela con menos seriedad y con algo más de cachondeo, que bastantes palos que nos da la edad como para que encima estemos todo el santo día con el careto lleno de nubarrones.

Empero, por desgracia, en esta tierra nuestra, a pesar de toda la fanfarria que se nos atribuye, cada día hay menos tipos dispuestos a ver la vida como la vida nos ve a nosotros: como algo efímero, una bebida de la que hay que saborear cada trago, un corto viaje durante el cual hay que estar siempre con la cabeza asomada a la ventanilla, para no perderse ni tanto así del paisaje.

Y cada día abundan más, como las biznagas, los eternamente serios, los que en cada paso ven un motivo de preocupación, una alarma, el absoluto y perenne descontento, la sublimación de lo trivial. Yo los llamo, haciendo mía esa expresión que tanto usa mi querido «Cunete», los mamahostias. Expresión que, se lo advierto, uso sin ninguna connotación religiosa, que no es mi intención faltar al respeto a las cosas sagradas.

Los mamahostias constituyen una murga incansable, capaces de acabar con la paciencia del santo Job. Y, lamentablemente, con lo corta que es la vida, la lista de mamahostias es larga como un sermón, inmensa como Valdelagrana en las bajamares. Vayan por delante unos pocos ejemplos como botón de muestra: ahí están los que han hecho de su vida una cruzada contra el tabaco, y te miran, en cuanto enciendes un pitillo, como si uno fuera Hitler a punto de entrar en una sinagoga. Ahí están los que cada año amargan a las marujas las rebajas con sobresaltos sobre timos y estafas y no las dejan comprar en paz sus bajeras y sus sostenes, los muy mamahostias. Ahí están los de la chirigota del juguete no sexista, como si comprarle a un niño una «Nancy» fuera lo más recomendable del mundo. Ahí están los que confunden la progresía con la falta de higiene y los malos olores; los pelmas de la estatua de Primo de Rivera, que tienen menos poder de convocatoria que el Festival de la OTI; los ecologistas de vía estrecha, que se atreven a hablar de la fisión nuclear y de los biopolímeros, cuando ni siquiera fueron capaces de acabar el bachillerato; los de las pintadas y «grafittis», que se podían dedicar a pintarrajear el pasillo de su casa, los muy capullos; los que te montan una manifestación por un quítame allá esas pajas; los salvapatrias, que hacen leña del árbol caído cuando antes, cuando el árbol florecía y daba sombra con sus ramas, no eran capaces de levantar la voz, los muy sancochos; los sabelotodos, que de todo entienden pero que a la hora de la verdad no sirven ni para presidir la comunidad de su bloque; los curitas frustrados que predican desde las cartas al director; los que hablan de tolerancia pero no se toleran ni a sí mismos... En fin, más vale parar, que, si no, acabo en el crucigrama.

Lo dicho, que en la vida hay siete u ocho horas diarias para tomársela en serio. El resto del tiempo, hay que mirarla sin enojo, medio en broma y, si puede ser, a través de un catavino o disfrutando de los momentos gloriosos -un libro, una canción, un beso...- que nos ofrece la vida. Y lo más lejos posible de la murga de los mamahostias, capaces, los muy desgraciados, de amargarnos los escasos momentos sublimes con que la vida, tan cicatera ella, nos regala. Digan ustedes que sí.



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