La mujer es como una flor, la misma esencia, la variedad, el perfume, el color de sus caras....incluso el tacto. Por un lado tenemos las flores de jardín, más refinadas, que necesitan sus cuidos y sus mimos. Las rosas se me vienen a la mente como a esa mujer de hermosura endiablada, de formas como salidas de un cuadro simétrico con colores vivos y apasionados, con su olor embriagador, que te enamora o te desenamora. Pero como la flor más bella que es, también es la más peligrosa; si no tienes tacto al acariciarla te clavará sus púas y caerán por tus dedos gotas de sangre.
Toda hermosura tiene su secreto, su tacto y su delicadeza, como pases de pecho que a un toro se le debe dar, siendo más liviana caricia por sus lomos que brusquedad y violencia. Por otro lado, tenemos a las flores silvestres, flores del campo, libres y salvajes. Ellas son como esas mujeres de una belleza más natural, con la cara más lavada y menos maquillada, flores más poéticas por su esencia más pura. Son éstas las que más me gustan, porque te dan sin esperar recibir nada, como orquídeas salvajes que se adaptan a la vida, con su lucha y su verdad.
Uno pasea por la dehesa del campo primaveral y encuentra un regalo para los sentidos como es la naturaleza libre, con sus prados, sus colores a capricho.... Es esa belleza del campo donde quizás se siente más uno mismo, donde se escuchan los sonidos campestres, silencios insinuantes de noches estrelladas y de fríos desnudos. La luz y su reflejo siguen siendo el más bello maquillaje para una mujer, y su silueta, al igual que el atardecer para el campo. Pero la flor se marchita y se pudre, incluso la más bella del jardín. Sus hojas caen, se pierden, pero queda su olor en nuestro sentir y, sobretodo, la raíz enterrada en la tierra, esa misma que aguarda a la nueva primavera y que nos traerá nuevas formas enamoradizas.
Uno se da cuenta de que la belleza sólo es cosa de noches y de primaveras. El verdadero embrujo vive en el corazón de la mujer, que es la raíz de la planta, donde aflora lo bueno y lo malo de su sangre. En la raíz, como en el corazón, es donde la mano sólo puede llegar a través de dulzura, de entendimiento, de caricias y de hondos sentimientos. Y serán todas esas sinfonías de sensaciones las que harán renacer la flor más hermosa que es en realidad la raíz más enterrada. Esa, la que no vemos, la que no alcanzamos a ver pero intuimos que vive y se deja oler.