Esta tarde, entre el calor climático de antesala del verano y el calor humano de tanta gente, Madrid volverá a ser rompeolas de las Españas. De nuevo, en este junio donde se nos anuncian conversaciones con bandas terroristas, consensos imposibles, diálogos con verdugos y desprecio por tanta sangre derramada, la capital del Reino tendrá un color especial. El color rojigualda de muchas banderas que en realidad es una sola, bajo la que los españoles deberíamos aprender de una vez a cobijarnos todos y sentirnos igualmente hispanos, sin distinciones y complejos. El color de una paz que se anhela, pero que no puede conseguirse al precio de renunciar a la propia dimensión moral del Estado de Derecho. El múltiple y variado colorido humano de tantos venidos de todos los puntos de la geografía peninsular, desde los verdes asturianos a las sequedades de los campos andaluces, desde la huerta a la viña, desde la montaña al litoral. La rica y enriquecedora pluralidad de España tendrá en Madrid la mejor representación, unida en un clamor vibrante contra la mentira y el desprecio. Frente a esa sensación que a veces se dibuja en el ambiente, y que nos pinta un paisaje de claudicaciones vergonzantes, las voces de la España de la calle serán el mejor clamor para la resistencia en dignidad. La democracia real y cotidiana, hará acto de presencia unida bajo un mismo ideal: universitarios, amas de casa, empleados públicos, taxistas, currantes, intelectuales, escritores corearán las mismas consignas jubilosamente, porque el terror no puede vencer, ni vencerá, a la justa y digna reivindicación a la vida plena, a la paz, al noble ejercicio de una convivencia no empañada por el frió y asesino sonido de las Parabelums en la nuca, de las cargas bajo los coches, de los disparos a bocajarro en cualquier amanecida a la puerta de un domicilio.
Hay en España una tierra donde la sangre derramada es la trágica compañera de sus gentes. Una tierra noble y antigua que ha dado a la España de la que forma parte indisoluble, páginas de gloria y orgullo. Desde el espíritu de conquista de aquél mozo de Guetaria que se llamó Juan Sebastián Elcano y al que el Emperador Carlos V distinguiera, hasta las más bellas páginas de nuestra literatura, labradas en el temple y la dignidad de un Baroja, un Unamuno o un Ramiro de Maeztu. Esa tierra, la Vasconia ancestral que nada tiene que ver con el Euzkadi inventado por Sabino Arana, se ve sacudida desde hace casi cuarenta años por el odio criminal de los que odian a la madre España. Aterra pensar que desde los «civilizados» consejos de Arana, que celebraba las pedradas contra los maestros maquetos en los pueblos, y tenía por motivo de regocijo el ver a España maltrecha y rota, nada haya cambiado y mucho se haya empeorado hasta llegar a la casi impunidad del crimen. Pues bien, desde ese Madrid también azotado por el recuerdo sanguinolento de un once de marzo aun no debidamente aclarado, se va a gritar de nuevo algo importante. Ni mas ni menos que un grito de deslegitimidad contra los que pretenden otorgar carta de naturaleza pacticia a quienes directa o indirectamente han pisoteado con crueldad los más mínimos entendimientos de la paz y la justicia, del Derecho y la racionalidad, instalándose en un culto a la violencia de raíz marxista leninista (no nos confundamos inventando fascismos), que ha asolado la vida y la paz de la tierra Vasca.
Esta tarde, Madrid, de nuevo, será un territorio de esperanza.