De vez en cuando se asomará a este tendedero la médica que hay en mi; hoy es uno de esos días. Imposible obviar u olvidar algunos acontecimientos. Se cumplen ahora 25 años de la primera vez que tuvimos noticias de lo que luego se daría en llamar SIDA (Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida). Los Angeles (EE UU), junio 1981, los funcionarios federales de salud informaron sobre la muerte de cinco hombres por una extraña neumonía y un fracaso total de su sistema inmunitario. Tres años más tarde en 1984 se relaciona el VIH (virus de la inmunodeficiencia humana) como causante del SIDA. Por aquel entonces, alumna de la Facultad de Medicina, ávida de saber, no dejaba de asombrarme el hecho de que una enfermedad arrollara de forma tan virulenta y a la vez tan selectiva (homosexuales, heroinómanos, hemofílicos), la enfermedad de las tres H se le llamaba. Afortunadamente hoy conocemos exactamente la forma de transmisión del VIH, de manera que aquellos colectivos humanos que creíamos especialmente vulnerables en un principio son los que mejor se han sabido proteger: Los controles de transfusiones y transplantes se han blindado, apenas existen yonquis que se pinchen, ahora son más sofisticados, y los homosexuales nos han dado una auténtica lección de cómo practicar sexo seguro.
No obstante el SIDA es algo con lo que aún no hemos aprendido a convivir. Según el último informe Onusida 2006, cuarenta millones de personas viven con el VIH, 2.000 bebés se contagian cada día. No es difícil imaginar donde se concentra la mayoría de esta población, en los países más pobres. Especialmente vulnerables las mujeres y las niñas, hasta tal punto que nadie duda de que la igualdad de género y la potenciación de las mujeres constituyen uno de los pilares esenciales en la lucha social contra el SIDA.
A pesar de los avances científicos, a pesar de las corrientes críticas de científicos disidentes que cuestionan la correlación entre VIH y SIDA, o incluso la eficacia de los tratamientos convencionales. Todos, críticos y oficialistas, están de acuerdo en la dimensión eminentemente social de esta pandemia.
¿Mata el SIDA? Decididamente no, mata la miseria, la marginación, la carencia afectiva, la desigualdad
En este último año, y debido a los talleres de educación sexual que imparto en los institutos de nuestra ciudad, he tenido la oportunidad de volver a ver la película Philadelphia. Ha sido un redescubrimiento, sobre todo porque algo supuestamente superado, el rechazo social que provoca el SIDA, no deja de ser más fruto del deseo que una realidad. Rechazo social que sigue basado en la ignorancia y el miedo. Queda mucho por hacer.