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Miércoles, 7 de junio de 2006
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Opinion
'Es utensilio extraño la memoria'
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Es utensilio extraño la memoria», dice Caballero Bonald en un poema de su Diario de Argónida. A raíz de la muerte de Rocío Jurado, he venido a caer en la veracidad de esta afirmación. Nunca sabe uno qué partes de la experiencia son las realmente insustituibles, las que se asentarán en el recuerdo, desbancando a otras que, por lógica, parecerían más trascendentes. Con la Jurado, he sentido que se me iba una parte importante de mi educación sentimental, ésa que no se recibe en el colegio, sino que entra por los sentidos y por los poros, y llega, sin pasar apenas por el cerebro, hasta la parte más íntima -quizá también la más delicada- de cada cual.

Debía de ser muy chica cuando la escuché cantar por primera vez a. Mis padres, muy aficionados a la copla y al flamenco, han sido siempre admiradores suyos. Junto con doña Concha y Juanita Reina, completaba la trinidad coplera que ponía el hilo musical de la casa familiar. Mi madre canturreaba por aquellos años (finales de los 60, principios de los 70) todos los éxitos de la chipionera, y yo, un comino que no levantaba un palmo del suelo, me embobaba con las letras para mí enigmáticas. «Cuando de veras se quiere, el miedo es tu carcelero», me decía, prefigurando el amor y los celos, una canción.

Y otra me adelantaba las palabras del adulterio y el desengaño, en una historia que no entendía pero que me fascinaba igualmente: «¿Por qué tienes ojeras esta tarde? ¿Dónde estabas, amor, de madrugada, cuando busqué tu palidez cobarde en la nieve sin sol de la almohada?» Aquellas coplas, bien desde el tocadiscos de mi padre, bien en la voz templada de mi madre, fueron las nanas de mi infancia y mis cuadernos de aprendizaje a la pasión y sus alrededores.

Hoy constato, sorprendida, que soy la que soy, quizá más que por lo que haya podido estudiar o incluso vivir en primera persona, por aquel poso que ha dejado en mí esa educación sentimental: mi madre cantándome coplas de pasión devastadora; mi abuelo Juan leyendo, apoyado en el alféizar de la ventana, novelitas de Marcial Lafuente Estefanía; mi tía Pili mostrándome las imágenes de increíbles historias de amor en las fotonovelas (hasta los títulos, Simplemente María, Me llaman Gorrión, me encandilaban); las películas romanticonas de Raphael que veía en el cine Riba con ella

Experiencias que no entendía con las luces de la razón, pero que no resbalaban en mí. Que se quedaron prendidas y afloraron mucho más tarde como un secreto enigma que el tiempo se ocuparía de desvelar.



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