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Martes, 6 de junio de 2006
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SOMOS DOSCIENTOS MIL
Y ayer venció el plazo...
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Es curioso como cada día las máquinas se adueñan de nuestras vidas hasta límites que se me antojan realmente insospechados. En concreto hoy me estoy refiriendo al cajero automático de mi banco, el cual, si ya en la pasada Feria comenzó a mirarme con mala cara cada vez que merodeaba a su alrededor, esta mañana, directamente, ha dejado de dirigirme la palabra, o mejor dicho, me impide utilizar su hermosa pantalla táctil.

Ha sido cuestión de segundos: Acercarme al cajero y ver como, de pronto, la pantalla se oscurecía, y -aunque tal vez fuera una ilusión óptica- creo que la misma dibujaba una especie de puño humano, con todos sus dedos cerrados excepto el corazón, totalmente extendido, en clara señal de enemistad hacia mi persona. Precisamente a mí, que durante años le he dado todo mi cariño a la maquinita; que jamás le he pulsado una tecla más fuerte que la otra para evitar dañarla y que, incluso, cuándo acumulaba polvo en su pantalla, me he molestado en limpiarla a mano con tal de que el cajero, tras el que se esconde mi cuenta corriente, no tuviera el menor reparo en hacerme partícipe de la misma, y expedirme siquiera un billetito de 20 euros.

¿Y a que se debe tan repentina enemistad se preguntarán? Pues a que ayer venció el plazo para pagar los Impuestos Municipales, con lo que mi cuenta corriente, sufrió un inesperado e histórico bajón. Cumpliendo mi rito anual -para desesperación del empleado del banco-, esperé a los dos menos cinco de la tarde del último día y, como no podía ser de otro modo, pagué de una vez el impuesto del coche -no permiten dos plazos-, pero sólo aboné el primer semestre de aquellos que mi querido Ayuntamiento me fracciona: piso, garaje y trastero. Total una suma considerable que dejó de existir en mi cuenta corriente para engrosar las arcas municipales.

Y al desaire del cajero debo unir mi propia frustración, pues hay algo en el ambiente que me lleva a pensar que los impuestos municipales son una auténtica tomadura de pelo, a pesar de que como abogado que soy, se me supone conocedor de la Ley. Si lo analizan bien, qué sentido tiene pagar al Ayuntamiento por ser propietarios de un piso, cuando en realidad pertenece al banco que lo tiene hipotecado hasta el dos mil y pico, o por tener un vehículo, con el que cada vez me resulta más difícil circular y aparcar en mi propia ciudad.

Volviendo al piso, considero que cuando lo compré, entre Impuesto sobre Transmisiones, Plusvalía del suelo, Constitución de hipoteca, Notario, Registro y otros, pagué todo lo que tenía que pagar a lo largo de mi vida. Y respecto al turismo, entre los impuestos pagados al adquirirlo (IVA y matriculación), los que gravan el combustible -casi el 80% de cada litro-, el IVA que pago al taller, la ITV, el tiquecito de la ORA, los aparcamientos subterráneos, etcétera, creo estar en paz con la Hacienda Pública, sin tener que pagarle a mi Ayuntamiento, además, simplemente por ser dueño del cochecito.

Si pudiera definirlos, para mí son tributos «ridículos» llamados a desaparecer -como ya ocurrió con el IAE-, pues con ellos sólo pagamos por poseer un bien. Es como si el Ayuntamiento nos lo hubiera regalado y estuviéramos en deuda permanente con nuestro inexistente benefactor.

Pero si las calles de mi ciudad tienen un asfaltado penoso, si en la rotonda del Minotauro se me mueven hasta los empastes, si para aparcar gratis tengo que llevarme el coche a Lebrija, si mi calle está sucia y es insegura ya me explicarán para que sirven los impuestos y por qué debo darme de cara anualmente con mi entrañable Ayuntamiento.

Por cierto, si ayer no pagaron, sepan que desde hoy han pasado a engrosar las filas de morosos. Puede que el Ayuntamiento no asfalte las calles, pero si no pagan, seguro que serán perseguidos con toda saña. Así que si se les olvidó, corran al banco y antes de que les requieran, paguen aunque sea con recargo. ¿Que ustedes lo abonen bien!



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