Llega el calor, y un año más viene acompañado. Las buenas temperaturas que disfrutamos por estos lares sureños atraen a turistas de cartera más o menos llena, gentes de bien que se acercan hasta nosotros para disfrutar de un bien merecido descanso mudando el color de su piel por el de una gamba y que resisten incólumes monumentales paseos a la sagrada hora de la siesta. Pero no son los únicos resistentes. Hay otros, los otros, los que no gastan, no se ponen morenos ni beben tinto de verano con un plato de sardinas en el chiringuito de turno.
No hace muchos días este periodico publicaba una fotografía donde se podían apreciar ropas viejas, cartones y alguna bolsa de plástico a la puerta de una casa llena de pintadas y que parecía abandonada a la espera de que el valor de su suelo colme las ansias especuladoras de sus dueños. Estas evidencias del paso de un vagabundo, ahora llamados sin techo, allí se quedaron cuando su dueño, que no es seguramente siquiera dueño de su destino, tuvo que despertarse por los ruidos y luces de una muy tempranera mañana, una más en su larga lista de inexistente calendario sin festivos, fines de semana o vacaciones. Nadie acudió a recoger los escasos pertrechos, ningún vecino tocó lo que perteneció a un intocable, alguien que no tiene más posesión que su deambular constante en busca del rincón menos agresivo donde, acaso por sólo unos minutos, aliviar con un corto sueño el dolor diario de vivir rodeado de una miseria moral que le condena a la más absoluta de las miserias materiales.
Esa fotografía no es la única. Todos lo vemos a diario. Sabemos donde duermen, evitamos los cajeros automáticos donde se cobijan aquellos a los que les negamos el techo y la dignidad. El espectáculo de salir con los billetes en la cartera entre el olor a pésimo vino resulta excesivo hasta para el más insensible. Mientras muchos preparamos el petate para largarnos por unos días con la certeza de regresar al calor del hogar y a la frescura de un buen gazpacho, ellos, los otros, intentan matar el tiempo sin que éste les mate a ellos. Están tan acostumbrados a nuestro desprecio cotidiano que ya hasta nos huyen, procuran pasar desapercibidos en plazas recónditas, lejos del tránsito de un mundo que ha decidido seguir sin ellos el camino, si acaso asoman para pedir un cigarrillo, que apurarán religiosamente con el ansia parsimoniosa de quien sabe que cada minuto puede ser, es, el último.
Ellos, los otros, somos nosotros. Si no hoy, quizá mañana. El Consejo Económico y Social, nada sospechoso de pecaminosos bolchevismos, alerta del riesgo que tiene el 20% de la población española de caer en la pobreza extrema. El dato es aún peor en Andalucía. Y la tasa no se reduce. El informe también explica que en los países con mayor gasto social y menor desigualdad en la distribución de la riqueza sus habitantes corren menos riesgo de entrar en la espiral de la pobreza. La de los otros, la nuestra.