Pues ya ven ustedes: este es el décimo artículo que escribo para La Voz en Jerez y hasta ahora me he resistido, lo que son las cosas, a dedicar ni una sola sílaba a la política local, más allá de veladas alusiones a los caballitos de colores o a las gloriosas rotondas que adornan esta Ciudad mía. Pero como la voluntad no es eterna y como, en el fondo, ya lo saben, me va la marcha, me recojo el dobladillo y me digo que ya es hora de mojar la pluma en ese chocolate espeso y humeante que se derrama desde nuestro Consistorio. Vamos a ver si la idea no se estropicia.
El pacto. El dichoso pacto. Llevaba semanas, esta es la verdad, en las que el título de esta gaceta me humeaba en la sesera, pero, por la razón que antes les atisbaba, iba demorando su desarrollo un día y otro. Porque ya sé lo que me pasa cuando me meto en berenjenales de este calibre: que se me convierte la pluma en cerilla y ni los forestales apagan el incendio. Intentaré, empero, que no arda la yesca y que los alcornoques -¿es una metáfora, por Dios!- no se me achicharren en la candelada.
A lo que íbamos. Desde que se fraguó la zarabanda, plumillas y articulistas han recitado infinidad de opiniones sobre el pacto por el cual, desde hace casi año y medio -si mis cuentan no fallan-, se rige nuestra santa Casa Consistorial. Y han dicho de todo: desde que es un concierto natural y necesario hasta que no es sino una alianza de chamarileros. Yo, que siempre disfruto hilando mis ideas en el telar de la agudeza y que huyo de lo vulgar como Durruti de las procesiones, mantengo opinión diferente; peculiar, al menos. Y me digo que lo que hay en nuestro Ayuntamiento no es sino un pacto de cachondos. Así, como suena. El pacto de los cachondos.
Y me explico. En este pueblo mío donde -a salvo episodios gloriosos como el reciente de la Campanario- nunca ocurre nada y donde todo, hasta los enriquecimientos súbitos y más sospechosos que un gachó en calcetines y gabardina, se aprecia normal y lógico, lo que nuestros queridos capitulares han pretendido no ha sido sino alegrarnos la vida, vamos. Derramar gotas de humor en nuestra sosa existencia. Y así, cada día nos regalan una perla, un chascarrillo divino, una chanza genial.
Y si la Alcaldesa dice «nones», su Teniente dice «¿nones estás que no te enteras?». O si una habla del convenio de Ikea, va el otro y le dice que «"te vas a ikeá más sola que la una». Y si uno habla de «El Turronero», enseguida sale la otra cantando aquello del «vuelve a casa por Navidad». O si la primera habla de apretarse el cinturón, ahí que sale el segundo diciendo que él tiene el cinturón más largo que la M-30 y ahí que se va corriendo al banco a pedir un préstamo de mírame y no te menees. Y así cada día. Engloriándonos el desayuno más que una tostá con aceite. Divinos de la muerte.
Y, mientras tanto, Jerez avanza y progresa hasta el pleno empleo. Hasta la felicidad plena, arquetípico ejemplo del Estado del bienestar. Se han pagado todas las deudas y hay más euros en las arcas municipales que chinos va a haber en la nueva Plaza del Arenal. Viviendas para todos, escolarización total, sanidad sin esperas.
La rehostia, vamos. Así comprendemos que, como colofón, nos dediquen cada día una guasa que nos reflote el humor. Lo que yo les diga: un pacto de cachondeo. Claro, si es que son unos cachondos. Angelitos.