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Miércoles, 31 de mayo de 2006
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«El amor te convierte en rosal»
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Gloria Fuertes (que no sólo escribió poesía para niños, pueden comprobarlo en libros como Aconsejo beber hilo, Poeta de guardia o Historia de Gloria) decía en ese verso que el amor nos convierte en rosal. Durante el invierno, que a veces es largo hasta la desesperación, los rosales no son más que troncos leñosos, secos, erizados de espinas. Pasan desapercibidos en el jardín, sobreviviendo apenas contra el frío y la escarcha. Pero un día llega la primavera, y el rosal milagrosamente resucita, y el tronco reverdece, y nacen hojas. Y otro día, ese prodigio que es la rosa se abre para captar todas las miradas. Y el rosal, soberbio y exquisito, vuelve a ser el centro del jardín, su alma fragante y colorida.

Llevaba razón la poeta, algo de eso tiene el amor, sobre todo a ciertas edades. No elimina la deuda con el dolor que todos pagamos a diario, no nos soluciona de un plumazo la existencia, ni hace que se disuelvan nuestros problemas, nuestras complicaciones, nuestros padecimientos.

Pero las espinas quedan cubiertas, camufladas, por el follaje fresco y las flores de seda y fuego. Rejuvenecemos de pronto cuando nos enamoramos. La piel ajada se torna delicada y tersa. Los ojos brillan con una luz recién estrenada. El cuerpo, llamado a las filas de la entrega amorosa, vuelve a sus antiguos esplendores, a sus proezas y a sus lujos. «El amor no tiene edad», dicen.

Y no es eso; es que el amor tiene una sola edad: la de la juventud, la de la lozanía. Quien ama es joven, tenga los años que tenga, porque florece, porque reverdece. Es rosal y primavera, agua fresca y vergel. Quien ama es, además, bello, porque está completo, porque está más vivo. No creo que se conozcan medicina más saludable ni cosmético más eficaz.

Así pues, amemos. Enamorémonos hasta los huesos. Que esta savia haga eclosionar en nuestras ramas los brotes de las hojas y los botones de las rosas. Camuflemos las cicatrices, las espinas y los malos recuerdos bajo un manto de verdura. Todas las vidas merecen ser rosaledas en vez de yermos deshabitados. A los veinte años y a los ochenta. Qué hermoso seguir dando flores hasta el último suspiro.

Yo, desde luego, ahora y cuando el tiempo me abrume, quiero elegir como bálsamo el del amor.



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