La corrida de Dolores Aguirre fue espectáculo singular. Primero, por la fachada. Toda la seriedad posible. Una distinguida belleza. Y luego, y como de costumbre también, corrida guerrera, potente y poderosa. Encastada: no escarbó ninguno. De no parar ni pararse. Un todo revuelto donde siempre hubo y estuvo el toro de protagonista insuperable y visible.
Protagonismo al atacar por abajo con ganas, que fue lo que hicieron los dos toros de mejor nota: el segundo y el sexto. Y también en primer plano cuando se fueron sueltos de los engaños o, como en el caso del cuarto, buscaron las puertas por donde escapar. Pese al volumen y las carnes, la corrida, bien comida, salió ligera. Ninguna otra de la feria habrá hecho ni de cerca tanta pista.
Era público de domingo de San Isidro, que no es fácil de calibrar. Algo inciertas las reacciones. Pitaron en el arrastre a tercero y cuarto. Pero los de segundo y sexto se subrayaron con ovación cerrada.
No fue sencillo lidiar la corrida, ni picarla, ni poder ni pensar con ella. La primera parte de corrida se vino, además, a vivir bajo la impresión de una cogida: en banderillas, y al confiarse en el tercer par, Carlos Hombrados salió prendido de la chaquetilla y volteado.
La paliza fue breve pero monumental. La frente ensangrentada, perdido el conocimiento. Patética la escena. Molido a golpes. No hubo cornada. Se acentuaron las precauciones. Era una fiesta torista, sin lugar a dudas. Robleño y sus dos toros fueron por enésima vez la versión del bíblico combate: David y Goliat. El se-gundo toro, el de mejor nota en el caballo, se vio en los medios y en ellos vino y repitió con seriedad. Noble el toro, pero pesaba. Metido en la muleta en los primeros compases, muy vibrantes; no tanto luego, cuando las emociones se solaparon con un desorden.
En plena refriega, el toro se abrió y a trote irrefrenable dejó al pequeño torero madrileño ya agotado. Aliento suficiente para irse en busca del toro aunque no llegara a amarrarlo. Sí a tumbarlo de hábil estocada a paso de banderillas.
El sexto tomó el capote por abajo y repitió con agresivo temple. Le sacó los brazos y le aguantó firme Sergio Martínez. Peleó el toro en el caballo de Montiel -estupendo picador una vez más- pero se fue suelto, se vino arriba en banderillas y fue, en fin, toro de brindis al público porque prometía. Una parte de lo que prometió fue: el templado galope de brío, la codicia al repetir cuando vino tapado y enganchado. Tres tandas que tuvieron eco distante. El torero acusó la frialdad de ambiente, el toro no tuvo por la mano iz-quierda el mismo son, se apagó la lumbre. De los otros cuatro toros, uno, el hermoso cuarto, acabó por no contar. Tres puyazos, y dos de ellos muy severos, una banderilla encajada en el hoyo de uno de los boquetes y, en fin, toro que llegó a echarse desangrado. Antes de eso, se defendió. El primero, bravo en la primera vara, un punto distraído, descolgó y quiso en la muleta, pero se rebrincó, se terminó frenando.
No le convino la faena algo escondida de José Ignacio Ramos. El tercero, que protestó en varas y buscó irse, fue toro de interés: se quedó en los medios cuando Sergio Martínez abrió con espléndidos doblones. Todavía sin ahormar el toro, Sergio pretendió estirarse. Antes de tiempo. Se le fue el toro y ya no volvió. Dos muletazos llegaba a tomar por abajo y con clase.
Del tercero se iba huido. Torero detrás del toro o casi. El gigantesco quinto fue el más noble de los seis. Pero el de menos fuerza. Se sujetó en los medios, donde fue la atómica batalla. Robleño, a brazo partido, el corazón en la mano. El toro, entregado pero sin poder romper. Y una estocada atravesada porque más arriba no daba el brazo.