Antes, no hace mucho, este pueblo, mi pueblo, era una balsa de aceite, un mirador desde donde se podía ver pasar la vida con sosiego y serenidad, una bendición. Se oía cantar a los pájaros desde las copas verdes de los árboles.
El eco lejano de una voz que, envuelta en sangre, desgranaba quejidos flamencos podía sorprendernos en cualquier revuelta. Olía a mostos y a vinos, el sol se estrellaba en el color topacio del fino, el lubricán se desangraba en el color avellana del oloroso. Las charlas de los bares y las tabernas ponían el contrapunto al runrún tranquilo de los coches. El azahar olía en los naranjos. Las miradas horizonteaban y en los andares jamás había prisa. Se vivía cojonudamente, de verdad que sí, en este pueblo mío, en mi Jerez.
De un tiempo a esta parte, empero, esto es Jólibu. Aquella serenidad de entonces se ha visto suplida por las urgencias y la falta de carácter de una ciudad moderna, en el sentido más superficial de la palabra. Y me pregunto: ¿qué hemos hecho, Dios mío, de este Jerez nuestro?
El silencio de otrora, ese silencio cargado de sapiencia y filosofía, ha sido sustituido por las estridencias de diez mil coches agolpados en las calles del centro, que intentan adentrarse en rotondas y cruces como camellos por el ojo de una aguja; por el quejido de las ambulancias, que se ufanan constantemente del poderío de sus sirenas; por coches-patrulla que pululan sus estridencias en las horas que antes eran calmosas y tenues. Los peatones como yo, que lo soy de vocación, miramos los pasos de cebra como trampas mortales que nos guiñan reclamando sangre, y a los muñequitos verdes de los semáforos, como el engañabobos presto a cobrarse tributo de carne.
Las madrugadas, que otrora eran quietas y aromaban a jazmines y a damas de noche, ahora huelen al humo de las motos desapacibles que corretean por el asfalto como centauros de hierro; y el sonido de la brisa ha sido sustituido por el jaleo ruin de los botellones o de los conciertos de Ifeca, insoportables agudos, bajos retumbantes, música infernal de la madrequelaparió, que obligan a la vigilia y las ojeras.
Las conversaciones de antaño, largas y quietas como el silencio en la bodega, han sido reemplazadas por las algarabías de los políticos, que, aun desde lo que debería ser la convivencia pacífica de un pacto, vociferan sus diferencias y exponen al aire sus propias verguenzas sin ningún rubor y sin ninguna gloria. Apenas si quedan tertulias, ni copas al mediodía, ni ojos turbios al atardecer, ni sonrisas pícaras ni ayes que broten de las últimas habitaciones de la sangre.
¿Qué han hecho, qué hemos hecho de mi Jerez? Que antes era el eco del Sur, un pueblo grande y bendito y ahora no es más que una ciudad pequeña que se ahoga en su propia impotencia. Que antes era el espejo más vivido del alma profunda y ahora no es más que un sitio para vivir, para intentar vivir, que hasta la vida es una intención y no un logro.
Más ¿qué tiene este Jerez mío, tan pequeño y tan grande a la vez, tan contradictorio, tan voluble, tan desagradecido, tan áspero, tan diminuto Jólibu, para que a pesar de todo lo siga queriendo de esta manera...?