No les voy a hablar de flamenco, que para eso ya tenemos en estas páginas a mi admirado José María Castaño, y él sí que sabe de esto. Les voy a hablar de flamencos, o mejor, de gitanos, de los de Jerez, de esos que pueden presumir de haber fabricado a golpe de garganta y sudores una estirpe privilegiada entre las ramas de los árboles genealógicos de su propia raza. Son, a mucha honra, gitanos de Jerez, y no todos se dedican al flamenco, aunque gracias a su cultura y su arte, sí es verdad, hayan colonizado medio mundo para convertirse en emperadores del Japón, monarcas de Europa y conquistadores de América.
Recientemente, me topé con uno de los anuncios de televisión diseñados para una campaña de la Fundaciónñretariado Gitano que tiene varios meses de vida y que persigue «mejorar la imagen social del colectivo» (después hablamos de esto). El anuncio -a mi lo de spot me recuerda al capitan ese de Star Trek que es clavaito a Ibarreche- era coronado con el lema de la susodicha campaña: Tus prejuicios son las voces de otros. En algo más de 30 segundos se sucedían escenas inspiradas en la vida real en la que la gente se cruzaba de acera al ver como venían de frente dos muchachitos gitanos, o el encargado de una tienda de ropa le pedía a su dependienta que echara del establecimiento a dos gitanas, porque «ya sabes a lo que vienen». Aunque era ya casi la una de la mañana y el sueño me había cogido por el pescuezo hacía rato, el tema me obligó a echarme en los brazos de Morfeo dandole vueltas a esos capítulos de puro racismo que había vomitado la caja tonta.
Hoy, cuando me siento a escribir este artículo, mientras las palmeras de la Alameda Cristina bailan al compas de las palmas que les toca un tal Eolo, recuerdo que muchas de las veces que más me he reido y disfrutado en mi vida ha sido rodeado gitanos, o le tenía el brazo echado por encima del hombro a uno de los amigos que atesoro entre los de la raza calé. Con ellos he reido y he llorado desde que mis padres me llevaban siendo un renacuajo a la peña El Mono, en la calle Argüelles, o celebraban las caracolás en la azotea de mi casa junto a personajes tan ilustres como Juanito El Morao o Paulera. Con ellos, y también con muchos payos, he compartido noches de «carro y candela» -esto lo he robado del pregón de José Mari- en las noches azabache y oro del camino del Rocío, a pesar de que toco las palmas por bulerías como si en vez de en Jerez hubiera nacido en Arkansas. Y con ellos quiero seguir encontrándome en las zambombas navideñas, en las reuniones de amigos o en bodas como la de Pilar, mi querida compañera de Canal Sur, que fue espectacular. Cuando pienso en el age de Luis Lara, en el corazón de mi vecina Pepita (abuela de Felipa la del Moreno) o en el arte de Luis o Ali de la Tota, me enorgullezco de la relación que tenemos en Jerez entre gitanos y gachós. Aquí podrían haberse ahorrado los anuncios que, desafortunadamente , son tan necesarios en otros puntos de nuestra geografía. La campaña de los prejuicios que, vaya eufemismo, quiere «mejorar la imagen» de los gitanos, no es más que un arma para arrinconar a los racistas, las cosas por su nombre, o hacer que recapaciten esos a los que aquí, con tó el arte, se les diría que son el contrapunto de las soleares. Unos guasas.