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Miércoles, 24 de mayo de 2006
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MAR ADENTRO
Enrique El Mellizo, que estás en los cielos
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Cuando El Morcilla se enfadaba con Antonio Benítez, presidente de la Peña Enrique El Mellizo, solía amenazarle con llevarse de allí el retrato de su bisabuelo, el genial cantaor gaditano del que estamos intentando conmemorar su centenario, como solemos hacer las cosas, sin demasiado ruido, con discreción, no vaya a enterarse el público. Se trataba y se trata de la única fotografía que se conserva de aquel matarife jondo cuya apariencia, a decir de Fernando Quiñones, se asemejaba a la de un sheriff tuberculoso: «Cuando quieras, te llevas la foto. Que en la Peña sólo la tenemos para que tape con las orejas unos desconchones», dice Chano Lobato que respondieron a El Morcilla.

Ayer, tuvo lugar una mesa redonda en la que se intentó bucear en la memoria de El Mellizo y hoy tendrá lugar un esforzado homenaje flamenco en el Falla. Buena ocasión, por lo tanto, para reivindicar su historia y su leyenda, esa que nos lleva desde El Matadero donde su hermano perdió una oreja de Van Gogh y La Tienda donde el barrio de Santa María se dejaba mecer por la gracia y por el ayayay. ¿Qué sabemos del flamenco? Ayer, respondíamos «nada», sin rubor alguno. Hoy, como atina Faustino Núñez, la respuesta es distinta: «Se va sabiendo, se va sabiendo».

Y se va sabiendo, fundamentalmente, porque el método analítico del conocimiento universitario se ha trasladado al ámbito de lo que Mairena llamó el cante gitano-andaluz y cuya memoria reposaba, hasta hoy, en la tradición oral: sucesos más o menos reales y una enorme pulsión imaginativa que elevaba a la categoría de toda la verdad y nada más que la verdad aquello que sólo consistía en suposiciones. Pero, desde hace unos años, cada vez se van incorporando nuevos testimonios escritos a ese acervo: es el caso de la investigación en hemerotecas de la que se valió Javier Osuna para urdir su Cádiz, historia de dos cantes, o el ejemplo que ayer mismo brindaba Antonio Barberán, al rescatar del olvido, la necrológica de El Mellizo aparecida en el Diario de Cádiz con motivo de su muerte y en la que se nos brindaba un retrato robot bien diferente de la fama, habitualmente mala, que de siempre rodeó a su carácter. En ese texto, se le describe como un hombre abierto y afable, bien lejos con respecto al estereotipo de hombre huraño que cantaba contra las olas en los bloques del Campo del Sur o se encerraba en las iglesias para comprobar si el coro tenía que ver con las tonás.

Más allá de las efemérides oportunas u oportunistas, más allá del excepcional calibre de la investigación flamenca, lo que hay que preguntarse es qué queda de El Mellizo. Incluso, qué queda de El Morcilla. Cádiz vive un estiaje flamenco de primera magnitud, con buena parte de su mano de obra jonda en la emigración o reconvertida a la industria carnavalesca. El legado de El Mellizo, a un siglo de su vida y de su muerte, no sólo debe estribar en su malagueña doble o en su insólita biografía trufada de mitos, sino en una seria apuesta de futuro para que Cádiz no quede definitivamente fuera de todos los triángulos o, en todo caso, como una simple esquina del parque temático del flamenco que sigue siendo Jerez, una ciudad por cierto en la que siempre se apreció a Enrique mucho más que en su patria chica. A un siglo de Enrique El Mellizo, lo peor es que por las incumbencias del barrio de Santa María, entre barras de aluminio, porretas sobre un umbral y batas de guatiné, ya nadie canta gregoriano ni nadie se arranca por cantiñas.



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