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Miércoles, 24 de mayo de 2006
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Opinion
«Esos días azules...»
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Antonio Machado añoraba en su último verso -dicen que lo llevaba en el bolsillo cuando le sorprendió la muerte- los días azules y el sol de su infancia. Esa mirada nostálgica a los años de la niñez, idealizada como el espacio de la inocencia, de la sorpresa y de la pureza, es un lugar común de la literatura. Y de la vida. Cuanto más envejecemos, más grato nos resulta el recuerdo del niño que fuimos. Del niño perdido para siempre. ¿Para siempre?

Soy de la opinión de que nuestra infancia se aloja hasta el final dentro de nosotros. Que seguimos siendo el niño, el adolescente, el joven que fuimos. Que cada etapa de nuestra existencia reclama un sitio en el presente, que no se evapora, que no se pierde. Por eso, me resulta reconfortante comprobar que hay personas que siguen cuidando a su "niño interior". Que se dan caprichos pueriles, que no se niegan sus propias manías, que se miman y se consienten en pequeños detalles. Adultos que conservan o recuperan sus juguetes, sus cromos, sus tebeos. Adultos cuyos ojos brillan ilusionados al releer un cuento o al ver una película de dibujos animados. Que no se avergüenzan de subir a los cacharritos de la feria o de jugar al trompo y al diábolo. Con sus hijos, con sus nietos o solos: no es cuestión de ejercer de buenos progenitores sino de darse el gusto, de resarcirse del tiempo gastado (o malgastado) en la oficina, en los atascos, en las faenas del hogar, en las ambiciones laborales o políticas, en las mil obligaciones de la cotidianidad.

Es un placer sentirse un niño por un rato. Descalzarse para corretear por la orilla del mar. Ensayar una voltereta sobre la hierba. Colorear una ilustración. Darles patadas a las latas y a las piedras. Peinar los cabellos de la muñeca favorita. Lanzar alto una pelota hasta embarcarla. Cantar a gritos y desafinando aquella tonada con la que acompañábamos nuestros juegos. Saltar a la comba o al elástico. Bromear y reírse a carcajadas con cualquier bobada. Son placeres inocentes pero necesarios. Quien no cuida esa parte de sí mismo, envejece por dentro, de una vejez más cruel e inexorable que la del cuerpo. Mimen a su niño interior, háganme caso. Es fácil, es barato y mejora la autoestima. Dedíquenle unos minutos al día (perdemos tanto tiempo en cosas más inútiles) al muchachito o la muchachita que se camufla bajo el traje de chaqueta o el uniforme de trabajo. Verán cómo se le asoma a los ojos y a la sonrisa, con la misma luz de aquellos días azules y soleados.



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