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Sábado, 20 de mayo de 2006
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VOCES DE LA BAHÍA
Respeto
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Respeto es otro de los términos que, a pesar de no haber logrado un airoso puesto en la clasificación popular de las palabras bellas, merece una mayor valoración y, sobre todo, un uso más continuado en los discursos oratorios, en los textos periodísticos y en nuestras conversaciones habituales. En mi opinión, su atractivo reside, no sólo en su agradable musicalidad debido a esa combinación armoniosa de fonemas oclusivos y de sones sibilantes -a la fusión de la seca percusión de la /p/, de la /t/, de la suave melodía de la /s/ y de la vibración de la /r/- sino que, además, nos resulta atractivo por los valores humanos de sus importantes y nobles significados.

El respeto constituye la base sobre la que hemos de edificar los demás valores humanos, el soporte necesario de las virtudes personales y, sobre todo, el fundamento sólido sobre el que se apoyan las relaciones familiares, sociales y políticas. La raíz íntima de esta consideración reside en el reconocimiento del valor absoluto -sagrado- que ostenta cada uno de los seres humanos; éste es el fundamento de nuestra dignidad común e incondicionada, que no admite que la relativicemos y que no depende de ninguna circunstancia ni de ninguna cualidad añadida. Recordemos que este valor de la persona no lo otorgamos nosotros ni está en nuestras manos retirarlo o disminuirlo: merecen nuestro respeto los niños, los adultos y los ancianos, los varones, las hembras y los homosexuales, los cultos, los sabios y los ignorantes, los creyentes, los agnósticos y los ateos.

Estoy convencido de que nuestros comportamientos morales, familiares, sociales y políticos serían más ecuánimes, correctos y gratos si, en vez de privilegiar las cualidades personales como el sexo, la edad, la sabiduría, la riqueza y, sobre todo, el poder, en la práctica concediéramos la suprema valoración a la dignidad humana: éste debe ser el principio ético del que se derivan todos los demás.

Este valor singular de la dignidad humana constituye la razón del respeto, incondicionado y absoluto, con el que hemos de relacionarnos con todas las mujeres y con todos los hombres. No se trata, por lo tanto, de un acuerdo al que, de manera explícita o implícita, ha llegado una sociedad sino de un deber que es independiente de nuestra voluntad individual o colectiva. Por eso mismo, aún en el caso de que toda la sociedad decidiera por consenso dejar de respetar la dignidad humana, ésta seguiría siendo un derecho exigible por cada uno de los ciudadanos, incluso, aunque sea juzgado y condenado como delincuente.

Es posible que, en nuestras sociedades civilizadas, aceptemos este principio en la teoría y que, incluso, lo proclamemos con pomposas palabras y con tonos solemnes, pero los hechos cotidianos nos confirman, de manera mucho más elocuente, que no siempre solemos tenerlo en cuenta como criterios prácticos de nuestras conductas. Dirijamos una mirada, por ejemplo, a los programas televisivos, a los debates parlamentarios, a las tertulias radiofónicas, a las gradas de los estadios, a las aulas escolares e, incluso, a los consultorios médicos; es posible que lleguemos a la conclusión de que estamos sufriendo un proceso acelerado de degradación de aquellos buenos modales que expresan de manera directa el respeto que nos merecen nuestros interlocutores. Mucho nos tememos que estos cambios de hábitos respondan, en muchos casos, a una progresiva depreciación del valor más importante de nuestra sociedad: la persona humana. La falta de respeto a nuestro interlocutor no la justifica ni siquiera la defensa de la verdad, de la justicia o de la moralidad.



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