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Sábado, 6 de mayo de 2006
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El niño y el vaquero
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El niño, a las tres y media de la tarde del domingo, sentado en un poyete a las puertas de la catedral, sudaba como un condenado. Llevaba pantalones largos, de pinza, una camisa de volantes, bordados y otras florituras estilísticas del tipo mi papá es notario. Lo peor eran los calcetines, gruesos, estirados y con esas bolas horribles de árbol de navidad que compran las madres comidas por los complejos sociales. Enganchaba los pulgares en los tirantes y me miraba con carita de cordero degollado. El sol pegaba arriba. «¿Y tus padres, chaval?», le pregunté, por hacer tiempo. Se encogió de hombros. «¿No tienes calor?», insistí. Se volvió a encoger de hombros. «¿A que te gusta ir vestido así, campeón?». «No», respondió al fin: «Yo quería venir a la comunión del Migue con mi camiseta del Ronaldinho, pero mi madre dice que no». Se quitó un zapato y se descolgó un tirante. Luego se desabrochó un botón de la blusa ortopédica. Como quien no quiere la cosa se quitó el otro zapato y se sacó un faldón de la camisa. «¿Tú eres del Barca?». «Yo soy del Logroñés, de toda la vida». «El Logroñés no gana nunca», me dijo, despectivo. «¿Tú tienes moto?», prosiguió. «Tengo una bici con ruedecitas, para no caerme cuando voy a echarle de comer a las vacas». Justo entonces apareció la madre, doblando una esquina con repiqueteo de tacones. Miró al niño con cara de disgusto, le colocó los zapatos, le remetió la blusita, le revisó los tirantes y le soltó un par de coscorrones escasamente pedagógicos. De un tirón del brazo se lo llevó. «¿Quién era ése?», oí que le preguntaba. «Uno que no tiene moto, le da de comer a las vacas y es del Logroñés», contestó el chaval. La madre no pudo evitar una mueca de disgusto.



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