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Miércoles, 3 de mayo de 2006
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«No sabe nadie donde acaban los sueños»
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El mundo de los sueños es terreno desconocido. Se mueve uno en ese país como un extranjero falto de lengua y de experiencia. Los sueños son esos lugares exóticos que en los folletos de las agencias se ofrecen, sugerentes como frutos tropicales, redondos, satinados, prometedores. Cuando uno se lía la manta a la cabeza y se lanza al viaje, se da cuenta de que los mosquitos, las camas duras, las lluvias torrenciales a mitad del verano no venían reflejados en la publicidad. Así los sueños. Vistos en la lejanía, ciega su luz. Se convierten en el faro único, en la sola misión que convierte la existencia en una búsqueda provechosa. Vive uno para su sueño. Lo acaricia en el aire, lo moldea, lo pinta con toda suerte de detalles. Basta cerrar los ojos para que tenga sentido.

Pero un día el sueño se toca con las manos, o con la punta de los dedos Y he ahí que nuestro corazón, eterno descontento, empieza a verlo con menos nitidez. La luz que de lejos colmaba el mundo, de cerca alumbra menos, calienta menos, encandila menos. Nos sentimos incómodos y forasteros, y volvemos la espalda a lo que tanto ansiábamos hace apenas un rato. Hace apenas un paso.

Sin embargo, mira por dónde, basta alcanzar y descartar un sueño para empezar a soñar otro, quizá muy parecido. Porque, al fin y al cabo, tampoco podemos vivir sin ellos. Somos descontentadizos, ya digo, pero reincidentes. Por eso las palabras de Luis García Montero, «nadie sabe dónde acaban los sueños», me parecen tan reveladoras. Se sabe, aproximadamente, dónde empiezan; nunca dónde acaban, hasta dónde llegan, si se desdoblan o se deforman, si desaparecen o se transforman o se metamorfosean. Mundo desconocido. Mundo de fronteras engañosas, de deslumbramientos mentirosos, de arenas movedizas, de espejismos y de fantasmagorías. Pero mundo deseable, patria del corazón, siempre llamándonos para cautivarnos y para hacernos sentir que vivimos. No conozco a nadie que sepa de sueños. Ni a nadie que no los tenga. Debe de ser innato a la humanidad, una de esas piedras en las que tropezamos mil veces hasta desollarnos las rodillas y el alma.

Soñemos, pues, con toda la simpleza de que seamos capaces. Perdámonos otra vez siguiendo la estela de ese faro que, si se hace tangible, puede volverse vela, bombilla o luciérnaga. Soñemos, por ejemplo, con el amor



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