Estoy abrumada por la corriente de solidaridad que mi confesión pública ha suscitado. Ha sido algo inesperado y totalmente espontáneo, ya que desde que les conté en estas líneas mi conversión en sosa oficial de la Feria por mi malaje con los trajes de lunares y con las sevillanas han sido muchas las personas que se han ofrecido a darme cursillos acelerados y a ayudarme con el vestuario y la escenografía. Y quiero que sepan que no me siento merecedora de tantos ofrecimientos, y desde aquí emplazo a todos los buenos samaritanos (¿qué guasa...!) a no tomarse excesivas molestias. Total, sólo es una semana...

Lo que más me ha sorprendido de todo este asunto es el alto nivel de organización de la operación, que podríamos llamar Solidaridad con la sosa, y en la que se han puesto en marcha varios operativos simultáneos. Una de las primeras en lanzarse en mi socorro fue mi amiga, compañera de profesión y tocaya María José, que ya me ha dicho que no me preocupe, «que la flor te la coloco yo» para que no parezca que me ha caído por accidente en la cabeza. Y también está dispuesta a desempolvar algún que otro traje de su armario para vestirme y que no me sienta desplazada.

Luego está el momento del baile, que ha provocado que mi teléfono haya sonado más de lo habitual estos días (con el consiguiente hartazgo de mis compañeros, que ya no pueden ni oír a Joselito y su Campanera) con generosos ofrecimientos (¿y más guasa...!) que he tratado de declinar con todo mi encanto.

Yo insisto en que es difícil cambiar años de sosez, y sigo ensañando mi mejor y más cortés sonrisa.