Que la historia la escriben los vencedores, es algo que todos sabemos. Es una sentencia anónima a la que la propia historia ha dado una y mil veces la razón. Es por eso que, por ejemplo, de la Guerra de las Galias conocemos tan sólo la versión de Julio César, pero no la de Vercingetórix; o, de la Guerra de Hispania, la versión de Pompeyo y no la de Quinto Sertorio. Es ley de vida, con la que venimos conviviendo desde el principio de los tiempos.
La Historia de los últimos setenta años de esta España nuestra a la que, cada día, como hijos desagradecidos, nos empeñamos en maltratar, ha sido en mayor medida escrita por quienes vencieron en aquella fatídica contienda del treinta y seis.
Fue, como toda guerra civil, despiadada y cruenta: se enfrentaron hermanos contra hermanos, hijos contra padres y padres contra hijos; se cobraron con sangre deudas antiguas con la excusa de una idea...Y es bueno no olvidar lo que pasó, para que no se vuelva a repetir y porque en el pasado, como dijo Donoso, está la historia del futuro.
Y es por eso que cualquier intento tendente a contar la historia con objetividad, como realmente pasó, es digno de encomio, para que nuestros hijos y nuestros nietos sepan que allí, en aquella guerra, hubo buenos y malos en ambos bandos, en ambas facciones hubo Dimas y tras ambas líneas hubo Gestas, tras ambos frentes existieron héroes y también villanos.
Pero recordar no es igual que revivir. Y rememorar con imparcialidad no es sinónimo de desvestir a unos santos para vestir a otros. Ni es conveniente, para la higiene educativa de nuestros jóvenes, relatar lo que pasó haciéndolo ahora exclusivamente desde la óptica y desde el prisma de quienes durante muchos años fueron obligados -o quisieron, que de todo hubo en la viña del Señor- a callar.
Porque entonces lo que haremos será, no recordar la historia, sino resucitar rencores que ya deberían estar olvidados, reanimar querellas y resentimientos que ya deberían dormir para siempre en el desván oscuro de la memoria.
Contemplo con preocupación iniciativas que, con la excusa de dar voz a los que fueron silenciados y bajo el lema de «memoria histórica», me temo que sólo van a conseguir avivar rescoldos. Porque se cae en el mismo error que se denuncia, y sólo se habla desde una voz, desde una óptica.
Y se desentierran cadáveres con propósitos absurdos, y se santifican méritos oscuros y se silencian glorias evidentes, y se elogian unas trincheras y se denigran otras, y se ensalza a unos mártires y se desprecia a otros, y se vuelve a hablar de rojos y azules, y se vuelve a dejar en carne viva heridas que entre todos cicatrizamos en el quirófano de la transición.
Me preocupa, de verdad, que con fondos públicos, y ya en el siglo XXI, se esté financiando lo que tal vez no sea sino el ansia de revanchismo de los vencidos en una contienda que ocurrió en la primera mitad del siglo XX.
¿Para qué?, me pregunto. ¿No fue el espíritu de esa transición el bálsamo con el que se cerraron las viejas heridas? ¿No cantamos todos Libertad sin ira? ¿Para qué ensanchar de nuevo el abismo de las dos Españas?
Dejemos la Historia a los historiadores. Y dedíquense los políticos, que para eso se les paga, a contruir la España del mañana. Que a mí, como a Jefferson, me gustan más los sueños del futuro que la historia del pasado.