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Domingo, 30 de abril de 2006
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Doce del mediodía, viento fresco de poniente, mañana primaveral como sólo en esta tierra se puede disfrutar. Olor a pucheros y ruido de espitas de ollas express, tan familiar y anodino que sólo se reconoce cuando el hijo pródigo vuelve del extranjero. Sus pasos, o más bien, el ruido de sus alpargatas arrastradas por el acerado, resonaba por Ánimas de San Lucas, ascendiendo penosamente hacia Juana de Dios Lacoste. El negro riguroso de su ropa contrastaba con el blanco de su pelo. Hacía mucho tiempo ya que su espalda se había negado a seguir erguida, achicando una ya de por sí exigua figura. De sus brazos colgaban dos bolsas del Covirán, de su cuello una cadena con una foto amarillenta, y de su cara la resignación de la soledad. Cada dos pasos se paraba y emitía un largo suspiro. Lentamente, o velozmente en su escala senil, giró por Juana de Dios Lacoste para dirigirse una mañana más a su escondido cuchitril, una mañana menos para el final. El Golf apareció de golpe, girando ruidosamente desde la plaza de San Juan. Sólo un milagro, un reflejo, evitó que se parara para siempre su agónica existencia. La reacción no se hizo esperar. El sonido del claxon ahuyentó incluso a las palomas de la torre de San Lucas. Ventanilla bajada, medio cuello fuera del coche, una cabeza pelopincho con un acné que estaba lejos de desaparecer, emitió todo tipo de improperios que sólo se merecería su madre por haberle parido, mientras se alejaba con un nuevo acelerón. La anciana negó lentamente con la cabeza, se agachó como pudo para meter en la bolsa las cuatro patatas que habían rodado por el suelo, y retomó su camino. Nadie reaccionó, nadie dijo nada.



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