Las grandes conquistas del trabajo han transformado, y siguen transformando, profundamente el curso de la historia. La nota disonante es la explotación de tantos trabajadores y las ofensas a su dignidad. En efecto, el trabajo, clave esencial de toda la cuestión social, condiciona el desarrollo, no sólo económico sino también cultural y moral, de las personas, de la familia, de la sociedad y del género humano. Así, aunque no corresponde a la Iglesia dictaminar sobre el modo concreto en que se organiza la vida laboral de un pueblo, es un deber suyo, como dice Juan Pablo II, «recordar siempre la dignidad y los derechos de los hombres del trabajo, denunciando las situaciones en las que se violan dichos derechos, y contribuir a orientar estos cambios para que se realicen un auténtico progreso del hombre y de las sociedad».
Mirando a nuestro entorno, lo primero que deseo hacer es animar y felicitar a todos esos hombres y mujeres que, en nuestros pueblos y ciudades, se esfuerzan por mejorar las condiciones de vida de quienes trabajan. Son incontables las personas que, de manera particular o asociados en sindicatos y partidos políticos, dedican su tiempo y su empeño a este servicio inestimable. Muchos lo hacen en nombre de su fe en Jesucristo, como seglares comprometidos en cooperar a construir un mundo donde cada persona goce plenamente de la dignidad de hija de Dios. A todos vaya mi gratitud y mi reconocimiento por su labor.
Pero es de sobra conocida la difícil situación que atraviesa el mundo del trabajo a causa de la globalización en todos los campos, sobre todo el económico. Así, las dificultades comienzan con el acceso al primer empleo, continúan con la precariedad contractual, los abusos y la falta de respeto hacia las condiciones de trabajo estipuladas en convenios colectivos, la siniestralidad laboral, etc A todos nos preocupa especialmente esta provincia y, más concretamente, nuestra ciudad de Jerez, donde las cifras de desempleo resultan preocupantes.
Y aún surgen nuevos problemas, como es el caso de muchos jóvenes que anhelan tener un trabajo cuanto antes, no importa en qué condiciones, para conseguir un dinero que les permita mantener el ritmo de vida elegido, y que sus padres no pueden o no desean costearles. Esto hace que dejen estudios y formación prematuramente, bien de manera definitiva, bien temporalmente por afán de dinero fácil e inmediato. En esta situación siempre habrá gente sin conciencia que, proporcionándoles 'calderilla para fin de semana', contribuyen a que no preparen bien un futuro que les dé acceso a un trabajo cualificado, digno y gratificante. A todo esto hay que añadir la problemática de las condiciones laborales de muchos inmigrantes, así como la asignatura pendiente del trabajo de la mujer.
El trabajo, por su carácter personal, es superior a cualquier otro factor de producción. La Doctrina Social de la Iglesia ha abordado las relaciones entre trabajo y capital, destacando la prioridad del primero sobre el segundo, así como su complementariedad. Por eso, hago un llamamiento a todos aquellos que tienen responsabilidad empresarial, para que apliquen y respeten, aún más general y rigurosamente, las normas y leyes laborales establecidas y convenidas por los distintos agentes sociales. Sólo así el derecho al trabajo será reconocido efectivamente, dignificando a la persona en orden al sustento propio o familiar, y a su aportación social como miembro de la comunidad. Deseo felicitar a todos aquellos que ya lo hacen. Si son católicos, mi alegría es doble porque, con ello, demuestran al mundo que ponen en práctica la rica enseñanza social de la Iglesia.
Soy consciente de la complejidad de los problemas laborales, que no están libres de factores políticos, culturales y ambientales que los hacen cada vez más enrevesados. No obstante, los poderes públicos no deben cesar de vigilar muy de cerca, para contribuir eficazmente a la dignificación de la vida de los trabajadores.