La muerte de Manuel Flores Cubero, Manolo Camará, ha estremecido al mundo del toro, cuya capital itinerante, ayer Sevilla, en plena Feria de Abril, le recuerda con añoranza y respeto, ya que, como persona y profesional, «ha sido el último de los grandes», en palabras de uno de sus toreros, Fernando Cepeda.
Efectivamente, conceptuado como uno de los mejores apoderados del toreo contemporáneo, Manolo Camará, que falleció en la noche del jueves en Marbella a los 80 años de edad, era miembro de una gran dinastía que ejerció con notable influencia en este campo.
Hijo del recordado José Flores González, matador de toros que alternó con José Gómez Ortega Gallito, rivales ambos en el ruedo, y, tras retirarse (ya don José Camará), mentor del mítico Manuel Rodríguez Manolete . Posteriormente a la muerte de Manolete su padre llevó también las carreras de Miguel Báez Litri, Julio Aparicio y Diego Puerta, entre otros, con quienes Camará empezaría a tener las primeras tareas profesionales.
De su padre heredó la caballerosidad, el equilibrio en el trato y una fina sensibilidad para captar y valorar la verdadera esencia e importancia de las personas y las cosas. Incluso de su hermano José, mayor que él y también ya fallecido, aprendió que -palabras textuales suyas- «a partir del trabajo serio y constante, todo se resuelve, y concretamente en el toro llegan los resultados con especial brillantez».
Calidad ante todo
Por eso los Camarás crearon escuela, su trabajo tuvo y tiene un sello muy especial. El mismo Cepeda reivindica su figura comparándole con los apoderados de ahora. «Era un personaje, algo distinto porque también planteaba su trabajo en función de las virtudes o limitaciones que teníamos sus toreros. Y desde luego fue siempre partidario de la calidad antes que la cantidad. Esto ya es definitivo. Le gustaban las cosas bien hechas, como le salían».