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Viernes, 28 de abril de 2006
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OPINIÓN
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La paz sin precio
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Aunque haya que aceptar las llamadas a la serenidad y a la paciencia del presidente del Gobierno, quien ya advirtió reiteradamente de la dificultad y de la inexorable premiosidad del 'proceso de paz' que se pretende llevar a buen puerto para cerrar de una vez y para siempre el «problema vasco», conviene salir al paso con toda prontitud de unos errores de enfoque que, en sí mismos y si terminan de cuajar, desviarán definitiva e irremisiblemente la intentona desde el primer momento, de forma que cualquier esperanza quedará arruinada para siempre antes de echar realmente a andar. Porque no es admisible que se plantee ni por un instante ese proceso como una negociación de la que los demócratas obtendríamos la paz y los etarras las reivindicaciones políticas por las que han luchado sin éxito durante más treinta años.

En un breve período de tiempo, los representantes de Batasuna han enclavado, quizás a pesar suyo, su posición: de un lado, se han solidarizado con los afectados por dos atentados terroristas en lo que puede entenderse como una valiosa constatación del abandono de la violencia en todas sus formas; de otro lado, han marcado incisivamente su territorio ideológico con preocupante franqueza: han criticado al Gobierno por su «estrategia represiva», como si a partir del alto el fuego el Estado de Derecho hubiera de desarmarse, y han sentado inadmisibles jalones en la cuestión Navarra toda vez que, tras afirmar el portavoz del Gobierno, Fernando Moraleda, que «el futuro de Navarra no está en el debate del proceso de paz», un portavoz de la ilegalizada Batasuna ha declarado con simétrica solemnidad que «no existe ninguna posibilidad de resolver el conflicto sin Navarra», aserto que se ha enmarañado, como es natural, con la polémica de estos días sobre el futuro de Navarra y la disposición transitoria cuarta de la Constitución.

Ante el surgimiento de estas primeras controversias ideológicas, vinculadas a la más genérica de la formación o no de una «mesa de partidos», no parece que sea sostenible ambigüedad alguna sobre las cuestiones fundamentales. Sencillamente, habrá que decir, aun a costa de que se pueda arruinar antes de tiempo el proceso, que nada absolutamente puede debatirse en una mesa extraparlamentaria en tanto Batasuna siga siendo ilegal y ETA no haya renunciado definitivamente a matar, y que incluso si se superan estas circunstancias tampoco tendría sentido mesa alguna por cuanto en este caso el foro genuino del debate ya existiría y es el Parlamento. Y al mismo tiempo, habrá que extrapolar la afirmación de Moraleda: no sólo «el futuro de Navarra no está en el proceso de paz»: ningún futuro puede dirimirse en ese proceso, que apenas ha de servir para facilitar a ETA la pista de aterrizaje que le permita su desaparición incondicional.

En realidad, no tiene sentido en esta hora ni siquiera entrar al trapo del debate ideológico porque la exclusión de toda controversia realmente política es la condición previa de la aceptación democrática de que existe realmente un proceso de paz. Seamos en fin claros ya que, a lo que parece, no se entienden bien los intentos de amortiguar los pronunciamientos rotundos que siempre generan evitables tensiones: el llamado proceso de paz consiste en la desaparición de ETA sin contrapartida política alguna.

Y sin garantías de que vaya a haber contrapartidas de otra índole ya que la concesión de medidas de gracia, que será en todo caso potestativa de las instituciones legítimas, habrá de supeditarse a la evolución de la voluntad general y a la marcha de los acontecimientos. Ya se sabía que, en estas condiciones, el proceso de paz es muy difícil y llama al escepticismo pero así son de simples son las cosas. La opción alternativa, desnuda y escueta, sigue abierta.



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