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Jueves, 27 de abril de 2006
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Turistas
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No siempre las coordenadas que se cruzan entre espacio y tiempo obedecen a simples principios físico-matemáticos. Cuando la naturaleza y la sensibilidad humana se ponen de acuerdo en algún punto del día es recomendable desatender el dictado de la razón para acudir a la cita.

Hay lugares y momentos en la tierra que nada más por ser testigo de ellos merece la pena vivir. Un atardecer en el Bósforo mirando al Mar del Mármara; una noche en Venecia entre el agua y la música, o un destello cualquiera en un lugar inesperado donde nos ha arrastrado la casualidad

Los maestros de la sabiduría nos alertan del sueño y recomiendan mantener abiertos los ojos y el corazón para poder captar esas fugaces situaciones en su totalidad, porque dentro de sus misteriosos segundos se encierra lo mejor de la vida.

Hoy día hemos sustituido la mirada y el pálpito por la cámara digital, hasta el punto de confundir la apertura de la conciencia con el disparo fotográfico. Cuántos turistas se agrupan frente al Partenón importándole más el encuadre de su instantánea que la intensidad de la contemplación. Se trata de registrar todos los datos posibles del viaje para de vuelta a casa dar el coñazo a los amigos en una organizada sesión de imágenes dilatadamente comentadas. La experiencia del viajero se reduce entonces a una fotografía, cuanto más idéntica a las postales, mejor.

Pero hay instantes que no pueden ser recogidos más que por el objetivo intransferible de las emociones, instantes que permanecen para siempre en la memoria y van dibujando el paisaje interior de la existencia del ser humano. Están compuestos de formas y colores, piedras y nubes, horizontes y mares que nos retienen y nos nombran, de la misma manera que los nombramos nosotros a ellos.

Escribo estas líneas en Palmira, donde el destino más que la casualidad me ha traído estos días. Frente a Templo de Bed me cuestiono si tanta belleza y perfección ha sido fruto de la inteligencia del hombre o simplemente un juego azaroso del desierto. Posiblemente nada de esto hubiera sido posible sin el acuerdo entre dos partes contrarias, ya inseparables en la presunta eternidad de la historia. No he visto tanta luz en la ruina. Las columnas se yerguen como un fuego solar que aspira a retornar de nuevo al astro padre.

Al caer el día, el color de la tarde anaranja la piedra y todo calla y enmudece. Las coordenadas se aproximan y el momento de la cita ha llegado. El latido de la antigüedad se siente en las sienes, pero el fogonazo del flash de algún humanoide viene a confirmar la horterada de nuestra presencia y nuestro tiempo impertinente. El altar de los sacrificios está dispuesto para el rito, y es en ese instante cuando surgen las sombras, deseando ofrecer la carne del turista a los dioses como símbolo y signo de su imperiosa necedad, devolviéndole el silencio al crepúsculo y a las piedras.



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