El primer toro de Zalduendo tuvo temperamento, fiereza y hasta una chispa de genio. Agresivo, el dedo en el gatillo, listo, revoltoso. Un toro con dinamita. Apretó en el caballo pero sin terminar de emplearse. En la salida de la segunda vara hizo un buen apunte pero sorprendió en un regate a Ponce, le pisó el capote y lo desarmó. Pretendió que al toro, que no había sangrado apenas, se le pegara un tercer puyazo. Se le echaron encima algunos y Ponce se arrepintió sobre la marcha.
En banderillas, venido arriba, hizo hilo el toro con Mariano de la Viña, se le vino a la hombrera a Antonio Tejero, que lidiaba, y al cabo se puso a escarbar. Pero entonces apareció el Ponce superlativo. El valiente que no presume de serlo, el dominador, el inteligente, el templado orfebre. En grado sumo las cuatro cosas. Ocho muletazos, cuatro y cuatro, por abajo y por los dos pitones, cosidos en madeja, con Ponce genuflexo y perfectamente compuesto. Y entonces el toro era el guante vuelto del revés.
Ese arranque de pelea a la antigua pero resuelto con tanta limpieza y tanto empaque dejó marcadas la tarde y la corrida entera. Fue el gran día de Ponce en Sevilla. Como el toro se revolvió mucho en la primera tanda con la derecha, Ponce se cambió de mano y ligó con la izquierda tres tandas en un palmo, sin perder nunca ni un paso, sin dejarse enganchar ni el aire de la muleta. Cuando el toro estuvo engañado del todo, Ponce se dio el gustazo de volver a la mano derecha para pegarle al toro los muletazos que le debía. Y luego pasó la otra cosa que dejó marcada también la corrida. Ponce no le vio la muerte al toro. Tardó en igualarlo, dudó si atacar en la suerte contraria o no y al fin lo hizo en la natural pero sólo dejó estocada tendida y trasera y, además, salió feamente tropezado del embroque. Cuatro descabellos a toro tapado. Un aviso. La ovación fue tan de trueno que Ponce, a pesar de resistirse, tuvo que dar la vuelta al ruedo.
Segunda entrega
La segunda entrega de Ponce fue todavía más redonda. Hubo un primer tropiezo: el cuarto de corrida claudicó dos o tres veces, la cojera parecía incurable y fue devuelto. Se soltó un sobrero. Hondo pero de hermoso remate. Castaño lombardo, bien armado, largo, con muchos pechos. Hizo de salida amagos de abrirse y dos extraños: en un lance por la mano izquierda estuvo a punto de llevarse a Ponce por delante todavía en el saludo y, después de la primera vara, no sólo a punto sino que lo arrolló. El toro se soltaba un poco pero tenía fondo del bueno. A pesar de sus primeros trotes casi sesgados. Las hechuras no suelen engañar y ese toro no tenía más remedio que ser. En un quite tras la segunda vara quedó clara la cosa. Dándole la querencia de toriles, Ponce dibujó tres delantales tan ceñidos como templados, soltando toro intencionadamente y remató con media soberbia: el toro vino muy enganchado, Ponce le cambió el viaje a medio lance.
El quite provocó un clamor y el clamor ya no cesó. Saludaron en banderillas los hermanos Tejero y hasta Mariano de la Viña, que lidió sobriamente. La gente estaba bajo la impresión de los tres percances que Ponce había sufrido, sugestionada por el quite, atenta a cuánto llevaba por dentro el toro y, en fin, ahora no ocho, sino cinco, sólo cinco muletazos de tanteo pero de hermoso dibujo para que el toro quedara rendido. Ni suelto ni ciego ni manso ni nada: dócil, embaucado, vino desde entonces en adelante cuantas veces quiso Ponce, al antojo del torero, que no perdió el hilo, el compás ni el ritmo nunca. Redonda faena. Hasta las pausas lo fueron. Con el toro ya mecido por las dos manos, Ponce se adornó con naturales provocados lanzando la muleta recogida en cartucho, con toreo de frente, cambiados por delante y las dos manos. Un delirio general. Con todo volcado, Ponce pinchó sin fe dos veces y luego enterró una estocada caída. Hubo petición de oreja más que suficiente. El palco dijo no. A Ponce le obligaron a dar dos vueltas al ruedo.
Morante tiró muchas líneas y fuera de cacho con un segundo de corrida manejable pero apagadito y tiró las toallas con el quinto, que le impuso porque tuvo tanto temperamento como el primero de Ponce. El primer toro que Miguel Ángel Perera mató en la Maestranza se paró, topó y punteó. El segundo tuvo que torearlo cuando ya pasaba la cosa de dos horas y media y bajo la impresión de Ponce. Fue bueno ese sexto toro y Perera anduvo con él firme. Un comienzo algo desangelado de faena pero una hábil solución final: encajarse entre pitones para dibujar trenzas inverosímiles por su quietud.