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Sábado, 22 de abril de 2006
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VOCES DE LA BAHÍA
Amor
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Corriendo el inevitable riesgo de que los lectores juzguen que el lugar más adecuado para abordar el tema del amor son las páginas de las revistas del corazón o, incluso, los suplementos literarios o religiosos, he decidido tratarlo aquí convencido de que, como afirma Freud en su obra El malestar de la cultura, constituye uno de los fundamentos de la vida civilizada. Aunque es cierto que, en la actualidad, valoramos sobre todo aquellas acciones y relaciones que nos reportan unos beneficios materiales inmediatos, también es verdad que, cuando nos adentramos en la hondura de nuestras conciencias, llegamos a la conclusión de que las experiencias más gratificantes han sido las que hemos realizado de manera gratuita, las que hemos protagonizado estimulados por un generoso impulso de amor.

Mediante el amor alcanzamos la dimensión de seres humanos: nos despojamos de la coraza de los instintos naturales, nos libramos de las trabas biológicas impuestas por nuestra condición de animales y nos constituimos en unos seres superiores. Como afirma Zygmunt Bauman, «el amor al prójimo es el acta de nacimiento de la humanidad y es el paso que nos eleva del instinto a la moralidad». Todos hemos podido comprobar cómo el amor es capaz de desafiar a todos los instintos que están determinados por la naturaleza e, incluso, cómo su fuerza llega a superar, a veces, el mero instinto de supervivencia temporal. Por amor, efectivamente, podemos poner en peligro nuestros bienes materiales e, incluso, perder nuestras vidas. Hemos de reconocer también que, aunque su punto de partida sea una decisión altruista, la consecuencia paradójica es que el amor a otra persona constituye la manera más eficaz para sentirnos amados e, incluso, la vía más segura para amarnos a nosotros mismos de una manera realmente gratificante.

Tomar la decisión de amar es la forma más efectiva para curar la mayoría de los complejos de inferioridad de aquellas personas que, por no sentirse dignas de ser amadas, adoptan unas actitudes de autoaborrecimiento. Muchos trastornos psicológicos tendrían solución, posiblemente, si los pacientes se decidieran valientemente a experimentar y a expresar amor por alguien. Ésa es, a mi juicio, el procedimiento más eficaz para sentirnos amados y la fórmula más directa para amarnos a nosotros mismos.

Pero también es verdad que, para decidirnos a amar a alguien, es necesario que, previamente, reconozcamos su dignidad, su carácter personal, su valor único, su función irreemplazable; es imprescindible que, apreciemos, sobre todo, sus diferencias como rasgos que enriquecen a este mundo que todos habitamos y que, gracias a esas irreductibles peculiaridades, lo convierten en un lugar fascinante y placentero.

Estoy convencido de que, en contra de lo que proclama esa ubicua publicidad que estimula el consumo ansioso, momentáneo y liviano de sensaciones efímeras, y que celebra el uso veloz, novedoso y variado de emociones pasajeras, el amor hondo y duradero que compromete de manera permanente puede seguir siendo la base consistente de una vida personal más placentera e, incluso, el fundamento sólido de una sociedad más justa y más solidaria, de un modelo de vida en común que, superando la fiebre consumista, no se limite a establecer unas relaciones de mercado.

Ésta es, a mi juicio, la única manera de empezar a resolver los múltiples problemas de este mundo que, injusto y angustiado, tiene temor de trabar unas relaciones profundas y se conforma con establecer esporádicas y superficiales conexiones.



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