Este mes se cumplen veinte años de la catástrofe de la central nuclear ucraniana de Chernóbil, el más grave accidente nuclear civil jamás registrado desde la utilización pacífica de la energía de fisión del átomo. Y, pese al tiempo transcurrido, el secretismo con que las autoridades de la URSS gestionaron entonces el desastre ha mantenido relativamente opaca la trascendencia de aquel suceso, aunque está fuera de duda la secuela de contaminación y muerte que dejó tras de si.
En los distintos informes elaborados sobre el accidente las conclusiones, sin embargo, han sido contradictorias. El pasado septiembre, dos agencias de la ONU publicaron un primer balance de Chernóbil, considerado muy a la baja, en el que se registraban 59 muertes confirmadas por radiación, 4.000 muertes previstas, elevadas después a 9.000, y en el que se limitaban prácticamente los efectos de la catástrofe prácticamente a las tres repúblicas ex soviéticas más directamente afectadas: Bielorrusia, Rusia y Ucrania.
En el otro extremo, un informe confeccionado por los Verdes del Parlamento Europeo que será presentado esta semana en la eurocámara, respaldado por sectores muy significativos de la comunidad científica, cifra los muertos entre 30.000 y 60.000 y extiende los efectos de la contaminación a un 40% del suelo de la Unión Europea.
La catástrofe de Chernóbil, que supuso la demonización definitiva de la energía nuclear de uso civil en el mundo, sirvió asimismo para calibrar los riesgos y disponer nuevas políticas de seguridad en las centrales existentes y futuras. Con este bagaje de conocimientos y experiencia, la energía nuclear se ha vuelto mucho más segura, por más que aún se mantenga irresuelto un problema grave que deriva de ella: qué hacer con los residuos generados, parte de los cuales mantendrá su peligrosa radioactividad durante milenios.
De cualquier modo, el debate sobre la conveniencia de reemprender la senda del abastecimiento energético nuclear parece inevitable. Los ciudadanos deberán ponderar, de un lado, las garantías de seguridad y, de otro lado, la conveniencia de resignarnarse a aceptar como mal menor nuevas centrales que permitan afrontar con posibilidades de éxito la crisis energética que va cobrando cuerpo y que no parece que pueda mitigarse en el futuro forma de precios baratos para la energía fósil.