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Domingo, 16 de abril de 2006
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Los límites del espectáculo
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Rocío Jurado ha vuelto a casa. Sólo ella y su familia más cercana conocen los motivos verdaderos de esa decisión. Su lucha contra el cáncer va agotando etapas, pero no ha conseguido doblegar a quien las crónicas insisten en llamar la más grande. Detesto la frívola grandilocuencia con que es usado éste y otros apelativos por los corifeos de la mal denominada prensa del corazón. Me rindo, en cambio, ante la grandeza demostrada por la artista chipionera en este largo y doloroso trance. Su semblante en el momento de abandonar el hospital era a la vez la viva imagen de la fragilidad y de la dignidad. Del otro lado del cristal, el acoso de decenas de cámaras y flashes que no ha cesado durante toda la enfermedad.

La fragilidad responde a un proceso biológico contra el que la medicina puede que haya empleado casi todos los recursos disponibles hoy. La dignidad pertenece a una categoría de valores bien distinta. Es una fuerza que habita en el interior de las personas y las hace respetables cuando casi todo lo que les rodea juega en su contra. Es el resorte que las mantiene en pie frente al derrumbe anunciado por los diagnósticos supuestamente más científicos. Es la llama que resiste frente al viento que amenaza con apagarla para siempre. Es la rama que no se deja vencer por el peso de los presagios más negros. Algo de todo eso y mucho más imposible de describir recogía el pañuelo de la Jurado, su gesto agradecido, su sonrisa abreviadora de palabras que sobran.

Es esa imagen la que me lleva a preguntar en voz alta : ¿cuántas palabras sobran de la avalancha informativa puesta en marcha al minuto siguiente de que la propia artista anunciara su enfermedad? ¿cuántas anodinas imágenes de fachada de hospital, cuantos partes médicos construidos con rumores, cuántos datos no contrastados, cuantos testimonios obtenidos de cualquier visitante y de cualquier manera, cuantos análisis desvergonzados, indocumentados, articulados con morbo y saña en medio de supuestos debates sobre las esperanzas de vida o la inminencia de la muerte de un ser humano convertido en principio y fin de un abracadabrante espectáculo? ¿Cuántos enviados especiales, cuantos programas especiales, cuantas unidades móviles, cuantas conexiones vía satélite? ¿Cuántos puntos de share cocinados con esta materia prima, en carne viva, a cualquier hora de cualquier día y en cualquier cadena privada o pública a cambio de qué pellizco en la factura publicitaria correspondiente? Y si esto es lo que llevamos visto ¿qué nos queda por ver?

Sería fácil denunciar desde fuera las prácticas profesionales al uso. Prefiero hablar en primera persona y decir que no me gusta nada como lo estamos haciendo. Nuestra incapacidad, como periodistas, para contraponer una cierta medida de las cosas a la voracidad mercantil de las cadenas de televisión. Nuestra impasibilidad ante excesos «informativos» que ofenden no ya a una ética profesional básica sino a la sensibilidad que se nos supone como personas. No vale invocar una vez más la cínica divisa de que hay que dar al público lo que el público pide. Ni tampoco alegar que otros toman las decisiones editoriales. En nuestras manos está poner límites al espectáculo en que deviene todo lo que se cuenta, sobre todo por televisión. En cada uno de nosotros está la posibilidad de escribir la historia con otra gramática, con otra rima, con una sonoridad decididamente más humana. No olvidemos a la persona que late al fondo de todo personaje y que reclama su derecho a vivir y, llegada la hora, a morir con dignidad.



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