ME pone un tintito con limón, una tapa de chicharrones, un montadito de carne mechá... sí, sí, con salsa, abundante por favor. Apúntame otro de palometa con queso y una tapita de salmorejo. ¿Os peta una de nachos? Pues venga, apunte usted también una entera de nachos. Es que vengo con hambre». Así de gustoso iniciaba una de las pocas veladas que últimamente puedo disfrutar con mis amigos. Pedía y pedía, comía y bebía feliz, disfrutando de los problemas y las alegrías de los que conmigo compartían mesa, hasta que uno decidió atragantarme introduciendo en su discurso el maravilloso tema de la vivienda. Una mesa rodeada de jóvenes de perfil trabajador, parado, desempleado o estudiante de unos veintitrés años. Imagínense la retahíla de penas que comenzaron a pulular. Y es que perdónenme, pero iniciando la veintena la cuestión aún es semidesconocida. Que si la hipoteca a once años, que si la subida del IPC -el chicharrón ya se comenzaba a hacer una bola- que si los minipisos de treinta kilos, que si el suelo en Jerez está tirao, pues yo es que vivo en Madrid y allí cuestan quinientos noventa mil euros, tía no me lo puedo creer que fuerte me parece -con la pija se me termina de repetir el salmorejo-. Y es que no digo nada nuevo, pero la cosita está muy mal para buscarse un pisito, pues ya lo saben, una cosa decente a las afueras de Jerez no sale por menos de veinticinco millones. Así que los jóvenes miluristas jerezanos lo tienen complicado para buscarse un techito y dejar tranquilos a papá y mamá, sin tener que atragantarse con una tapa de hipoteca.