Reivindico la opinión. Me gusta la gente que da la suya y lo hace sin dobleces. Sueltas un parecer encendido y te responden con otro similar, y además de desahogarte te quedas como después de una partida de dominó. Últimamente hay poca dialéctica de altura. Llegas a una reunión y como no sabes hacia dónde se escora el personal pues mejor jugamos a lo correctísimo. No abordamos temas realmente interesantes por temor a la discusión, o los abordamos pero sólo ante un público afín para que todo quede bonito y sin estridencias. Enseguida iba a seguir siendo el león el amo del cotarro en la sabana con tanta corrección. Cuando las vísceras le piden carne no se plantea la importancia del ñú ni piensa en hacerse vegetariano. Es un león y después del festín él y sus moscas se tuestan al sol, felices y despreocupados.
Aquí siempre hemos sido raciales, envalentonados y quijotescos. Pero ahora queda mejor la flema, la pose, decir lo que no se piensa para que los demás escuchen lo que no les interesa y tampoco piensan. Vamos un muermo. Me gusta que me rebatan, me den argumentos y, que con un discurso de altura hasta me convenzan, pero en estos momentos la mayoría de las veces las conversaciones son sucesiones de monólogos y se huye de la discusión.
Estamos invadidos por la moda de la exquisitez y eso sí, se opina sesudamente sobre cosas intrascendentes como la temperatura ideal de la casera. Por Dios, que es gaseosa.
Me viene a la memoria aquel hombre que asistía en los juzgados de Jerez como testigo en un juicio por atropello. La sala estaba atestada de letrados y estudiantes de Derecho y el hombre testificaba que a la hora del accidente el demandado no estaba en el lugar del suceso. El juez, pendiente sólo de las formas y henchido ante tanto público, interrogó al hombre después de oírlo: «Señor, levante una mano y enseñe el brazo». El brazo del testigo quedó al descubierto. «Y ahora -dijo el magistrado- levante el otro". El hombre mantenía en alto sus dos brazos desnudos ante el atónico público de la sala. El juez subiendo el tono de voz espetó al hombre: «¿Y cómo puede estar tan seguro de la hora en la que vio al demandado, si usted no lleva reloj?».
El testigo se rascó la cabeza y echándose mano al bolsillo sacó un reloj y le dijo al juez: «Señoría, es que se me ha partío la cadena». Tanta pose y tanta exquisitez para que la franqueza acaben con uno. Ahora me explico porqué me he hecho adicta a la serie House. Es pura y clara incorrección terapéutica.
El director de LA VOZ me ha dejado este espacio semanal para que escriba sobre lo que se me ocurra. Qué valor, no sabe cómo las gasto cuando el Levante en calma me obliga a olvidarme de las formas, que es casi siempre. La única vez que había escrito artículos de opinión fue en otra voz, La Voz del Sur. Su director Benigno Cid Harguindey nos dio a Manuel Barea y a mí un artículo semanal que titulamos Dos ceros a la izquierda que es exactamente lo que éramos en ese periódico, aparte de un puñado de niñatos con una pluma inconsciente que hasta los linotipistas se permitían «corregir».
Hice partícipe a Javier Benítez de todos estos pensamientos y aún así mantuvo el ofrecimiento de que escribiera en su periódico. Como le diría el irreverente doctor de la serie en cuestión: «Señor Benítez, tiene el ojo rojo y restos de pestaña en su uña... es usted idiota y además creo que le va la marcha».