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Fugacidad

De repente te das cuenta de que ya no eres el que eras. Ésa es la esquina más peligrosa de la Navidad

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Había una canción navideña cuya letra me impresionaba cuando era niño. La conocen: la Nochebuena se viene, la Nochebuena se va y nosotros nos iremos y no volveremos más. No me gustaba nada eso de que nos fuéramos y no volviéramos más. ¿Adónde íbamos a irnos? Supongo que no lo entendía bien, pero intuía que ahí se ocultaba algo chungo. En fin. Luego, al cabo de los años te das cuenta de que la verdadera esencia de la estación navideña radica en que te obliga a experimentar de una manera íntima e intensa el sentimiento de la fugacidad de la vida. De repente te das cuenta de que ya no eres el que eras. Y ésa es a mi entender la esquina más peligrosa de las navidades. Porque las navidades pueden ser bastante peligrosas, sería ingenuo pensar lo contrario. Parecen unas fechas ingenuas, pero eso es sólo el aspecto exterior. Los envoltorios de celofán y luces de colores. Y las viejas y entrañables melodías de antaño sonando en los grandes almacenes. La verdad es que nos encantan esos rollos: las películas familiares de buenos sentimientos; el cuento de la felicidad del hogar; el calor de la chimenea encendida, los guisos tradicionales, los dulces de toda la vida. Y los antiguos amigos que vuelven a encontrarse una vez más bajo los soportales de la plaza. Suena bien, no digo que no. Pero cuidado con el exceso de inocencia.

La ficción de lo navideño es muy potente. Yo diría que la llevamos incorporada en el ADN. Y posee la virtualidad de ponernos frente a nosotros mismos. Nos agarra sin piedad y nos pone ahí: frente a los viejos tiempos que ya no volverán. Y que probablemente nunca fueron como los recordamos. Y nos hace mirar a la cara de aquel buen muchacho o de aquella chica encantadora que creemos que fuimos y que ahora mismo no sabríamos explicar dónde quedó. La Navidad es el momento del año en que con mayor crueldad sentimos el tiempo. Lo que dejamos atrás. Lo perdido. La velocidad de crucero de la vida. Es decir, todo aquello que creímos poseer, que pensábamos que tendríamos para siempre, y que luego con tanta facilidad se esfuma y desaparece. Todos hemos querido alguna vez librarnos de las navidades. Intentar ignorarlas de algún modo. Irnos lejos. Lejos de la familia. Lejos de la ciudad. Pero es inútil. No hay modo de eludirlas. No lo hay. Las navidades te alcanzan allá donde vayas. Cuanto menos quieres verlas más presentes se te hacen. De repente, no sabes por qué, te acuerdas del 79. Lo recuerdas a la perfección. Entonces te dices: ¡Han pasado 30 años! ¿Es posible? Y también te dices: «Con gusto me vestiría de pastorcillo para volver a aquel belén». Pero no. Porque luego lo piensas y es que no. Nadie quiere volver atrás. Somos tiempo. El tiempo es nuestra verdadera naturaleza, de acuerdo. Pero nadie quiere volver atrás, ¿no es curioso?