El 'Príncipe rojo': Un misterio llamado Xi Jinping
El líder chino domina sin oposición el Partido Comunista, decidido a transformar el mundo en su empeño por hacer de China una potencia global

Hay un misterio en cada hombre. Pero solo algunos capaces de cambiar el curso del mundo. Hijo de un padre de la patria, el privilegio de Xi Jinping se trocó en penuria cuando la Revolución Cultural instigada por Mao Zedong arrasó con todo. Décadas ... después ocupa el asiento de aquel, comandando sin oposición el mismo Partido Comunista al frente de una China convertida en la segunda potencia global. Entre medias, una enigmática biografía que simboliza todo un régimen.
Hay un misterio en el único chico que no llora en un tren con destino a la China rural. Es más, sonríe. Sonríe porque cree, como confesaría años después en un documental, que de quedarse en Pekín no sobreviviría. Como hijo de Xi Zhongxun, compañero de armas de Mao y revolucionario primigenio, Xi Jinping era un 'príncipe rojo' destinado a la más acomodada de las existencias. También una víctima idónea cuando la enajenación radical invirtió las tornas. Jóvenes exaltados saquearon la casa familiar y humillaron en escenas de escarnio público a sus parientes, forzados a declarar unos contra otros. La noche que un hambriento Xi logró fugarse del centro de detención en busca de alimento fue su propia madre quien le devolvió a sus captores. Episodios traumáticos que empujaron a su hermana mayor, Xi Heping, al suicidio.
Por eso Xi acogió con una sonrisa la orden de que todos los estudiantes abandonaran los colegios para ir a aprender de la vida campesina. En su caso, a Liangjiahe, un pueblo remoto en la provincia de Shaanxi. A los pocos meses huyó ante la dureza de las condiciones, pero de nuevo fue descubierto y enviado de vuelta. Sería la última vez que lo haría. A partir de entonces, el chico que escapaba a su destino decidió empezar a perseguirlo.
Esperanzas traicionadas
La hagiografía oficial relata con sorprendente franqueza los padecimientos de Xi, pese a que responden a la destrucción provocada por el Partido Comunista. Estos le identifican como uno más de un pueblo que, tras las catástrofes del maoísmo, comenzó su reconstrucción con las reformas iniciadas por Deng Xiaoping; en cierto modo una refundación nacional. El mito de Xi, cincelado por la propaganda, comparte cuna con la revolución: el campo. Liangjiahe, de hecho, dista unos pocos kilómetros de Yan'an, la ciudad encajada en las montañas que sirvió de base a las huestes comunistas durante la guerra civil en la que contra todo pronóstico se impusieron. Xi encarna, por tanto, un arquetipo para redención del régimen tras décadas de vertiginoso desarrollo. Y su figura adquiere, de este modo, una dimensión mesiánica: el líder surgido de entre las masas, cuyo dolor comparte.
De ahí que muchos, dentro y fuera del país, recibieran su nombramiento con júbilo: alguien que había sufrido los excesos del autoritarismo sin duda avanzaría la liberalización política. Como evidencia de estas expectativas, queda para la posteridad la memorable predicción de un columnista del 'New York Times' en 2013. «El nuevo líder supremo Xi Jinping encabezará un resurgimiento de las reformas económicas y probablemente también cierta relajación política. El cuerpo de Mao abandonará la plaza de Tiananmen durante su mandato y Liu Xiaobo, el escritor ganador del Nobel de la Paz, será puesto en libertad». Nada más lejos de la realidad. Una década después, Xi ha incrementado la represión, el cuerpo de Mao sigue en su mausoleo y Liu solo salió de la cárcel veinte días antes que un cáncer terminal acabara con su vida.
«Los politólogos han descubierto que las experiencias vitales tempranas afectan poderosamente a los futuros gobernantes», apuntaba en un artículo académico Joseph Torigian, profesor en la Escuela de Estudios Internacionales de la American University y biógrafo de Xi Zhongxun. «La vida de Xi Jinping antes y durante la Revolución Cultural ayuda a explicar su dureza, idealismo, pragmatismo y cautela». Xi nunca perdió la fe en el Partido Comunista, sino que le extendió su perdón como también perdonó a su madre. No en vano el epitafio en la tumba de su padre reza: «Los intereses del Partido van primero».
Al revés: su traumática niñez convenció a Xi de que solo el fortalecimiento del régimen podría mantener la estabilidad en China. Ahí subyace la diferencia esencial con respecto a Mao, el único líder chino a su altura. «La Revolución Cultural supone el mejor ejemplo para demostrar por qué las comparaciones entre ambos no son adecuadas», explica Richard McGregor, investigador del Lowy Institute y autor de múltiples libros e informes sobre el mandatario. «Xi respeta a Mao como revolucionario, pero sin duda no quiere replicar sus métodos». Mao recurría al caos para reforzar su figura, Xi refuerza su figura para evitar el caos.
Xi acumula hoy un poder sin precedentes desde el fundador de la República Popular. Para lograrlo, ha derribado las convenciones instauradas por la élite comunista con el propósito de conformar un «liderazgo colectivo» que acotara el poder del jerarca y evitara un nuevo personalismo. La más significativa de todas ellas era el límite de dos mandatos, el cual quedará oficialmente desechado hoy domingo cuando, tras el XX Congreso, Xi inicie un histórico tercer lustro al frente del país.
El líder «ha solidificado su autoridad a expensas de la reforma política más importante de las últimas cuatro décadas: la regular y pacífica transferencia del poder», señalaba McGregor en su ensayo 'Después de Xi'. Una progresiva y naciente institucionalización completada de manera íntegra por primera vez en 2013, con el propio Xi por beneficiario. La reversión de este mecanismo abre la puerta a una jefatura vitalicia, también a una hipotética crisis de sucesión. Asimismo, evidencia la lección que Xi extrajo de su convulsa infancia: el problema no está en que un solo hombre detente todo el poder, sino en que este no sea el hombre adecuado. Él cree serlo. El auténtico problema, sin embargo, está en que todos los dictadores lo creen.
«Más rojo que el rojo»
Hay un misterio en el único chico que se marchó riendo mientras todos lloraban y que, ocho años después, regresa llorando. Xi volvió a Pekín endurecido por la vida agreste de Liagjiahe. Consiguió acceder a la prestigiosa Universidad Tsinghua, donde estudió una ingeniería química cuyo currículo estaba consagrado al pensamiento marxista y a labores agrarias en las que para entonces ya era experto. También consiguió, tras reiterados intentos, ser aceptado como miembro del Partido Comunista. Fue entonces cuando decidió, tal y como recogía un cable de Wikileaks extraído de la embajada estadounidense, que el camino para su «excepcional ambición» pasaba por volverse «más rojo que el rojo»; una táctica de supervivencia pronto indistinguible de su personalidad.
China comenzaba a dejar atrás los estragos del maoísmo, y el pedigrí político de Xi ya no representaba una deshonra sino todo lo contrario. El joven ascendió los peldaños de la administración pasando por diversos cargos en las provincias de Hebei (1982-1985), Fujian (1985-2002) y Zhejiang (2002-2007), con un último examen en Shanghái que superó con éxito para ser designado heredero con rango de vicepresidente. Xi aterrizó en la mayor ciudad china con el encargo de solucionar un escándalo de corrupción, una constante en su carrera.
«Xi Jinping no es corrupto y tampoco está interesado en el dinero», detallaba una persona de su entorno en dicho cable. Pero en un sistema donde la corrupción es práctica habitual, a menudo esta no supone una cuestión binaria sino de magnitud. Sus familiares poseían participaciones por valor de cientos de millones de dólares en empresas del sector inmobiliario y de la minería, tal y como reveló en 2012 el periodista Michael Forsythe –información que provocó su despido de 'Bloomberg'–, títulos que traspasaron ante su inminente llegada al poder. Muchos de estos activos acabaron en manos de Xiao Jianhua, empresario condenado el pasado mes de agosto a 13 años de cárcel por «apropiación ilícita» tras pasar un lustro en paradero desconocido.
«Xi sabe lo corrupta que es China y le repulsa la comercialización absoluta de la sociedad, con sus nuevos ricos, corrupción de políticos, pérdida de valores, dignidad y amor propio, y otros males morales como drogas y prostitución», continuaba la fuente, antes de augurar que «de convertirse en secretario general del Partido Comunista, es probable que ataque con agresividad estos males morales, incluso a costa de las clases privilegiadas». Así fue. Apenas un mes después de asumir el control del país inició una campaña anticorrupción que ha encausado a casi 5 millones de cuadros, incluyendo a sus rivales en las más altas esferas, con la que ha afianzado su dominio.
Salvador del comunismo
«La corrupción es un cáncer para la vitalidad del Partido, y combatirla es la reforma más profunda que existe», advirtió la semana pasada al inaugurar el XX Congreso. Para él, esta afirmación posee una dimensión historicista. Xi, como todos los dirigentes comunistas, está obsesionado con la caída de la Unión Soviética. «En términos proporcionales, su Partido Comunista tenía más miembros de los que tenemos nosotros, pero nadie fue lo suficientemente hombre como para levantarse y resistir», manifestó en 2012 durante un discurso interno filtrado a la prensa extranjera. Xi considera que la corrupción supuso un factor fundamental en este proceso, temor reavivado ante la eclosión de la Primavera Árabe que coincidió con su llegada al poder.
Poco antes de la celebración del XX Congreso, los medios oficiales divulgaron un discurso en el que Xi expresaba nostalgia por la Guerra Fría, cuando «el frente socialista prosperaba». «El éxito de China debe representar un pilar para el rejuvenecimiento del socialismo en el mundo», sentenció, pues «países en vías de desarrollo ya han expresado su deseo de aprender de la gobernanza china». No obstante, McGregor no considera apropiado caracterizarle como un ideólogo. «Es leninista en el sentido de que el Partido lidera al país y al pueblo, y socialista pues apoya un sector público fuerte, pero su ideología es el poder».
Xi Jinping nunca había sido tan explícito en su voluntad de desafiar el orden internacional. Este ímpetu responde a la certeza de contemplar una oportunidad estratégica ante «cambios globales nunca vistos en un siglo» impulsados, a su entender, por la decadencia irreversible de Occidente. Deng Xiaoping resumió su política exterior en cuatro sinogramas: «taoguang yanghui», «esconde tu fuerza, espera tu momento». Xi, arrogándose la misión de liderar al pueblo chino hacia su cita con la historia, está convencido de que ese momento por fin ha llegado. Las consecuencias de su empeño son todavía una incógnita: hay misterios que solo el tiempo puede resolver.
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