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Los hondureños se levantan contra la ocupación de los 'criptocolonizadores'

La isla de Roatán se ha convertido en campo de batalla entre locales e inversores, que amenazan con obligarles a abandonar sus casas

La criptomoneda bitcoin, moneda legal en Roatán, Honduras REuters

Angel lavín castro

Madrid

Las criptomonedas han supuesto un antes y después en la economía de varias zonas en Sudamérica. El caso más conocido es el de El Salvador, que adoptó el bitcoin como moneda legal en curso. Pero en Roatán, una isla de Honduras, se está viviendo una guerra entre la población local, e inversores extranjeros que están poniendo la isla patas arriba.

Roatán, situada a unos 65 kilómetros al norte de tierra firme, es uno de los principales destinos turísticos del Caribe y un paraíso para los expatriados, famoso por sus playas de arena blanca y su buceo de categoría mundial. A lo largo de la playa, hay casas de vacaciones y complejos turísticos propiedad de extranjeros.

La controversia se remonta a aproximadamente una década, cuando el gobierno hondureño reformó la constitución y aprobó una ley que allanó el camino para la creación de las Zonas de Empleo y Desarrollo Económico (Zede). La idea se inspiró en la propuesta del economista Paul Romer, de crear ciudades autónomas, que, según el premio Nobel de Economía en 2018, podrían promover el desarrollo en zonas con mala gobernanza.

Esto llamó la atención de muchos inversores que quieren explotar este paraíso hondureño sin tener en cuenta a la población local. Establecieron el bitcoin como moneda legal, provocando que muchos entusiastas del mundo de las criptomonedas acudieran en masa en los últimos años, apoyando proyectos controvertidos que amenazan con desplazar a los residentes locales y provocan comparaciones con los colonialistas.

Los inversores se presentaron en el lugar hace cuatro años como una fundación benéfica, y explicaron a los locales el proyecto de construir un centro turístico en las cercanías.

Llama la atención que la isla está dividida en dos partes muy diferenciadas. Por un lado, la comunidad de Crawfish Rock, unos pocos cientos de personas de ascendencia caribeña negra, en su mayoría de habla inglesa, que viven en casas elevadas de listones de madera en tierras ancestrales. Por otro lado, un paisaje marcado por excavadoras y profundos agujeros excavados para los cimientos de la siguiente fase de construcción, que está delimitada por una caseta y muchas cámaras de vigilancia.

El resultado es un enfrentamiento en el que los inversores se juegan millones, el gobierno podría arriesgarse a un costoso juicio y el destino de las comunidades afectadas pende de un hilo. Actualmente la situación se encuentra en un momento de batalla legal, con los ciudadanos como principales víctimas, que ya no se fían de nadie.

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