Los venenos del Kremlin, el arma de Putin más allá de la guerra
Novichok, polonio, cloropicrina, ricina, gelsemium, la 'hierba rompecorazones'... Nadie escapa a la ira del presidente ruso, química o no. Otra cosa es que sus escuadrones acaben el trabajo a la primera. Abramovich parece ser el penúltimo objetivo
Qué son las ejecciones sumarias de las que se acusa a Rusia haber cometido en la región de Kiev
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Cuando a uno le hacen saber que está incomodando a Vladímir Putin y tiene síntomas de que pueden haberle envenenado, probablemente es porque le han envenenado. Otra cosa va a ser probarlo. No importa lo protegido que se crea estar. El renombre y los servicios ... prestados, el dinero -incluso groseras cantidades de dinero- no absuelven de la ira, química o no, del amo del Kremlin.
La lista de las ejecuciones presuntas incluye un ex vice primer ministro de la propia Rusia, Boris Nemtsov, acribillado en pleno centro de Moscú en 2015, o el atentado contra un activista de repercusión internacional -Alexéi Navalni, 13 millones de seguidores en redes- que en 2020 sobrevivió al agente nervioso con el que impregnaron las costuras interiores de sus calzoncillos, el novichok. No está claro si es la neurotoxina que habría provocado un sospechoso malestar al megamillonario Roman Abramovich, amén de a dos interlocutores ucranianos, justo después de participar el 3 de marzo en Bielorrusia como delegado 'no oficial' de su país en las conversaciones para el fin de la guerra.
De confirmarse esta u otra contaminación, se trataría en todo caso de una amable advertencia, en vista de que otros oligarcas como él, y que como él también contrariaron al susceptible Putin, aparecieron ahorcados (Boris Berezovsky, 2013), muertos en el sofá de casa (Yuri Golubev, 2007) o por caída libre desde el tejado de un centro comercial (Johnny Elichaoff, 2014). El despliegue de técnicas y la variedad de víctimas asociadas al arte de matar de los escuadrones rusos desafían a la imaginación: helicópteros que se estrellan, un par de arrojados a las vías del metro de Londres, un científico apuñalado a sí mismo con dos cuchillos a la vez y, cómo olvidarlo, la agonía en 2006 del espía Aleksandr Litvinenko tras tomar una taza de té manchado con isótopo radiactivo polonio-210.
Aquel episodio retrotrajo como pocos a la Guerra Fría y a las profundidades de los laboratorios de pócimas letales y polvos paralizantes difíciles de crear y más aún de manejar, hoy marca de la FSB, heredera de la expeditiva KGB. Aunque las sustancias no siempre fueron tan sofisticadas. Ahí está la ricina en la punta de un paraguas usada con ayuda del espionaje soviético para acabar con el escritor búlgaro Georgi Markov, 1978 o el gelsemium, la «hierba rompecorazones» que produce el mismo síndrome que la estricnina y fue detectada en 2012 en los restos del banquero Alexander Perepilichnyy. «Ya sean venenos que se sintetizan o que están en una planta, estamos hablando de armas químicas», explica desde el Instituto Nacional de Toxicología la médico Carmen Martos.
Jaque a los traidores
Las razones por las que podrían haberlas apuntado contra el todavía dueño del Chelsea FC encajan con una precisión tan peliculera que todo podría ser un 'fake' fabricado para dejar en mal lugar a Moscú, como Moscú denuncia. Que quieren sabotearles, dicen. Y de eso de inventar historias, entienden lo suyo. A saber: parece que el magnate ruso, de madre ucraniana y acorralado por las sanciones del Reino Unido y la UE que comprometen sus aviones privados, sus yates y sus inversiones, habría querido buscar redención occidental haciéndose el 'pacificador'. Hasta el punto de que osó llevar desde Kiev una nota manuscrita de Volodímir Zelenski a Putin, que al leerla habría hiperventilado de cólera. «Dile que los aplastaré», avisó, según el británico 'The Times'. De ahí a que el terrible Vladímir te tache de traidor hay un paso. Y es por todos conocido que la doctrina del Kremlin enseña que los traidores no merecen vivir.
«Rusia, desde los tiempos de la Revolución hasta el día de hoy, no tiene ningún problema en deshacerse de los opositores. Ahí está el crimen de Leon Trotsky (Ciudad de México, 1940), el de la periodista Ana Politkovskaya (Moscú, 2006), el intento de matar al espía Sergei Skripal (Salisbury, 2018) y de muchos otros que han muerto en extrañas circunstancias. No hay ninguna duda de que es un método para amedrentar», recuerda el doctor en Relaciones Internacionales y profesor de la Universitat Oberta de Catalunya (UOC) Ernesto Pascual.
En el caso de Abramovich, lo que se ha contado que sufrió -irritación y un dolor punzante en los ojos, descamación de la piel- no da para gran cosa, pero expertos citados en cabeceras británicas y estadounidenses lo vinculan a una intoxicación con novichok. Según un testigo, el millonario preguntó «¿nos estamos muriendo?» al médico que le atendió, lo que significa que estaba consciente. Once días después, el magnate fue visto tranquilamente en el aeropuerto de Tel Aviv y el pasado martes estaba sentado en Estambul en la sala donde negocian rusos y ucranianos. L as crónicas dicen que estaba amarillo, lo que sería compatible con problemas de hígado.
«El daño hepático y renal aparecen en el mes siguiente a la contaminación por novichok, pero es complicado que se haya utilizado en este caso y tampoco el VX (con el que en 2017 se asesinó en Malasia al hermanastro del líder norcoreano Kim Jong-un) porque son armas químicas muy agresivas. A no ser -excusa la doctora Martos- que la toxicidad fuera poca y esta persona estuviera preparada con un antídoto en un vial autoinyectable que le permitió ganar tiempo para llegar a la UCI y ser muy bien atendido allí».
Antídotos a tiempo
Esa actuación rápida y adecuada evitó, añade la experta, «una muerte segura por insuficiencia cardíaca o asfixia». La propia del colapso del sistema nervioso y posterior contracción involuntaria de todos los músculos esqueléticos que, por resumir, producen los «insecticidas organofosforados» como el novichok o el VX, «si no se coge a tiempo». Gracias a eso se salvó Skipral. Y Navalni que, por comparar con Abramovich, estuvo en coma 18 días y en total permaneció cuatro semanas y media hospitalizado.
Cuando su esposa Yulia pudo verle, describió que él «tenía convulsiones como en la película de Alien, arqueaba la espalda, fue aterrador», y eso que habían transcurrido más de 24 horas desde el envenenamiento. Ya dado de alta, le temblaban las manos y casi no podía caminar. Hoy no tiene sensibilidad en una pierna.
Más allá del novichok, se ha especulado con que el millonario haya sido intoxicado con la vieja cloropicrina, un lacrimógeno derivado de la lejía. «No veo a Rusia volviendo a la I Guerra Mundial, que es cuando Alemania recurrió a ese agente capaz de penetrar dentro de las máscaras de gas y hacerles vomitar, de modo que los aliados tuvieran que quitársela y así inhalaran otras más potentes», analiza Carmen Martos.
Desde una óptica más política, el profesor Pascual también cuestiona el envenenamiento del multimillonario ruso en vista de la reaparición, no solo demasiado temprana de Abramovich, sino haciendo igual papel de mediador por el que habría sido apercibido. «Una persona que ha sido advertida de esta manera se abstiene por lo menos durante un tiempo de ejercer ese tipo de funciones », apunta el experto.
La impunidad y la arrogancia
Con Moscú empantanado en una contienda que se le resiste, cabe preguntarse si de verdad están para estas tramas de novela negra. «Durante un conflicto armado, hay una parte de espionaje ejerciendo para favorecer la campaña -ilustra el politólogo-, sus movimientos son siempre posibles tanto en el bando ajeno como en el propio y ejemplo es la operación Valkiria que era un golpe de estado dentro del Ejército alemán para tratar de terminar con Adolf Hitler». Y en ese contexto de magnicidios y guerras, reflexiona sobre «las teorías simplistas que hemos oído y que dicen que por qué no enviar a alguien y que haga con Putin lo mismo que se hizo con Bin Laden ... algo que para los norteamericanos no es una solución real porque no saben cómo reaccionaría la maquinaria de servicios secretos que Putin tiene alrededor y que se ha atrincherado en el Kremlin».
Son el FSB, la inteligencia interior; el GRU, la militar, y el SVR, la exterior. Todas rivalizando entre sí por el favor del líder y todas, paradójicamente, operando en el exterior. Contra las investigaciones de grupos periodísticos como Bellingcat, sus pruebas o las acusaciones más o menos directas de Estados como Alemania o Reino Unido atribuyéndoles todo tipo de fechorías ponzoñosas en los últimos años, la versión oficial de Moscú y sus altavoces ha sido que las víctimas bebían demasiado alcohol, habían comido sushi caducado o tenían bajo el nivel de azúcar. «Es un tanto raro que la gente que se opone al régimen de Putin sufra ese tipo de accidentes extraños porque al parecer tienen muy mala salud», defendió Vladímir Kara-Murza, un opositor superviviente de dos intentos de envenenamiento.
Fracasos como esos, y no son los únicos, han arruinado la leyenda de infalibilidad de los agentes rusos e inducido a que se ponga en duda su autoría en este o aquel incidente. Quizás sea lo mejor. O no. Tras su penúltimo fiasco, que Navalni se les escapara vivo, Putin salió a reírse en la tele, pendenciero, triunfalista, perturbador como siempre. «En lo que respecta a ese paciente, si hubiésemos querido envenenarlo habríamos terminado el trabajo», dijo, en arrogante confirmación de que como es sabido, el Kremlim mata cuando le da la gana.
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