Un superviviente del ataque a las mezquitas: «Las balas me pasaron rozando la cabeza»
Mirwais, que emigró de Afganistán en 2002 escapando de la guerra, nunca pensó que podían matarle en Nueva Zelanda
Al afgano Mirwais, que estaba rezando el viernes en una de las mezquitas tiroteadas de Nueva Zelanda, las balas le pasaron rozando la cabeza. Literalmente, como demuestran los rasguños que los proyectiles le han dejado en el cuero cabelludo. Por unos centímetros, Brenton Tarrant, un joven australiano cegado por el odio contra los inmigrantes musulmanes, no le voló la cabeza también a él, que se salvó – nunca mejor dicho – por un pelo.
«Entró un tipo armado, con un traje negro y una cámara en la cabeza con una luz. Al principio pensé que era un policía de la unidad antiterrorista. De hecho, la primera persona que lo vio entrar hasta le saludó. Le dijo ˝Hola, hermano˝… Y este le pegó un tiro a bocajarro. Luego apuntó hacia nosotros y empezó a disparar», cuenta Mirwais ante la alfombra de flores y mensajes de condolencia frente al cordón policial que corta el paso a la mezquita de Al Noor, en el centro de Christchurch.
El viernes, el día más importante del rezo para la religión musulmana, allí había unas 200 personas. «Algunos huyeron rompiendo las ventanas y otros por las salidas laterales. Como yo estaba en el centro, corrí hacia una de esas salidas, pero había mucha gente porque es una puerta pequeña. Cuando llegué, el terrorista estaba allí, disparando enfrente de nosotros, 35 o 50 balas...», recuerda Mirwais, deseoso de contar su historia para sacarla de su interior como si fuera un exorcismo. A su juicio, tuvo suerte porque «cuando el terrorista llegó abriendo fuego, me eché encima de la gente y una bala me pasó rozando la cabeza. Todavía tengo metal en el cuero cabelludo», dice enseñando la herida.
Aprovechando que el asaltante desviaba su atención para ametrallar a los que intentaban escapar por la otra puerta, Mirwais salió corriendo y saltó un muro a una casa detrás de la mezquita. «Pensé que venía a por nosotros por el aparcamiento porque el sonido de las balas era atronador y crucé a otra casa. Como me había echado sobre los cuerpos, tenía sangre por toda la ropa. Mi cabeza estaba sangrando también», desgrana Mirwais, a quien una pareja asiática, asustada, no le dejó entrar en su vivienda.
Tras saltar a otra casa, donde había un hombre mayor intentando curar a un herido, consiguió ponerse a salvo. «Aunque estábamos todos temblando de miedo al escuchar el tiroteo, conseguimos detenerle la hemorragia», se congratula con una tímida sonrisa que denota más tristeza que alegría. «Emigré de Afganistán en 2002 para escapar de las bombas y la guerra y jamás pensé que nos iban a matar aquí», se lamenta Mirwais, quien a sus 43 años se gana la vida como taxista y, hasta ahora, estaba muy feliz en Nueva Zelanda.
«Este es un país maravilloso y su gente acoge a todos los que venimos. Nos quieren y nosotros también les queremos», clama mientras uno de los neozelandeses que le escucha aplaude emocionado. Aunque Mirwais ha perdido a varios amigos en el atentado, entre ellos el patriarca de la comunidad afgana, «Haji» Daoud Nabi, de 71 años, asegura que «seguiremos juntos porque un diablo no puede separarnos».
Roto por el dolor, Mirwais recuerda que el anciano fue el primer refugiado afgano que llegó a Christchurch, hace ya más de cuatro décadas, y siempre ayudó a los nuevos inmigrantes. Su generosidad le llevó incluso a sacrificarse el viernes, cuando se interpuso entre el tirador y sus víctimas y cayó abatido por las balas. Ahora, sus paisanos esperan enterrarlo con honores de héroe en el funeral de Estado para todas las víctimas que tendrá lugar esta semana, cuando los forenses terminen las autopsias y las autoridades entreguen los cuerpos a sus familias para darles sepultura según el rito musulmán. A solo un kilómetro de la mezquita de Linwood, la segunda asaltada por Tarrant, los preparativos ya están en marcha en el Memorial Park y 50 tumbas se han cavado en la zona musulmana del cementerio de Christchurch.
En esta barbarie, Nueva Zelanda no solo ha perdido esas 50 vidas, sino también su inocencia como uno de los países más seguros y tranquilos del mundo. Ayer, este corresponsal tomó un vuelo doméstico sin pasar por ningún control de seguridad pese a que el aeropuerto había sido cerrado la noche anterior por una «bolsa sospechosa». Con unos índices de delincuencia bajísimos y una permisiva ley de armas, Tarrant se aprovechó de dicha candidez para hacerse legalmente con el arsenal que utilizó para perpetrar esta matanza. Haciendo frente a la polémica, ayer compareció públicamente el dueño de la tienda donde compró sus fusiles semiautomáticos, David Tipple, quien no quiso entrar en el debate sobre las armas. «Lo que hacemos es legal y disfrutamos con libertad de actividades legítimas. ¿Por qué piensa la gente que las armas son un problema? El problema es que el tipo estaba loco», se defendió el responsable de Gun City, que se promociona con polémicos carteles donde aparecen niños disparando con su padre «en familia». Pero el Gobierno de la primera ministra Jacinda Ardern tiene decidido aprovechar la conmoción actual para restringir el uso de armas, como hizo Australia en los 90. Al final del mundo, Nueva Zelanda permanecía en un «espléndido aislamiento» al margen de todos estos problemas, como la inmigración y el control de las armas. Pero el mundo, cada vez más pequeño y globalizado, ha acabado atrapando a Nueva Zelanda.