El rostro oculto del último emperador de África
Bokassa I celebró su ceremonia de entronización en 1977, bajo un trono de oro de doce metros de alto, capa de armiño y una corona de 6.000 diamantes
Marie-France Bokassa apenas tenía unos meses cuando su padre organizó, al más puro estilo napoleónico, su ceremonia de entronización como emperador de Centroáfrica a finales de 1977 bajo un sol de justicia en Bangui, donde la miseria contrastaba con el boato de los fastos.
Las crónicas contaron que en aquel festejo Jean-Bedel Bokassa , convertido en Bokassa I y autoproclamado como «el último emperador de África» , gastó un tercio del producto interior bruto de su país, bajo un trono de oro de doce metros de alto, capa de armiño y una corona de 6.000 diamantes. Mientras, su pueblo moría de hambre.
Aquel estigma ha perseguido siempre a Marie-France, pese a que la sexta más joven de los 36 vástagos -reconocidos- del dictador , nunca vivió ese tren de vida.
Al contrario. Hija de una de sus 17 esposas, de origen taiwanés, a la que nunca conoció, vivió las vacas flacas, el exilio, una vida de miseria escondida tras la fachada de Hardricourt , un palacete del siglo XVIII a las afueras de París. Una penosa mascarada que ahora saca a la luz en el libro « Au château de l'ogre » (En el palacio del ogro).
«Cuando me dijeron que veníamos a un castillo, creía que sería un cuento de hadas. La realidad fue muy diferente», asegura a Efe la autora, que en el libro relata las palizas , los enfados permanentes de un padre enganchado al whisky , acostumbrado a la servidumbre de su pueblo y que se vio recluido con un puñado de sus hijos .
Bokassa, que combatió junto al general De Gaulle en la II Guerra Mundial , ascendió al calor de una Francia atraída por las reservas de uranio del país. Pero en 1976 la metrópoli lo dejó caer para acercarse a la Libia de Gadafi , por lo que fue depuesto y comenzó un exilio, primero en Costa de Marfil y luego en el palacete que había adquirido cuando estaba en el poder a las afueras de París.
Ahí se forjó el carácter de Marie-France, la más rebelde de ellos, la única que huyó para conocer otra vida y la que, a costa de cortar amarras con el resto de los Bokassa, ha decidido desenmascarar el mito que sus hermanos y sobrinos fueron alimentando a lo largo de los años.
«Nuestro padre no tenía apenas dinero. Yo nunca conocí el tren de vida que describen las crónicas. La vida era de gran pobreza . Nos faltaba de todo, la comida, los productos de higiene... Nos duchábamos una vez a la semana, porque cortaba el agua, no encendía la calefacción», relata.
Cada poco, recuerda, llegaba un hombre «con un maletín lleno de billetes». «Entonces mi padre salía y lo gastaba. No lo usaba para pagar las facturas», dice.
«Era un exdictador encerrado con sus hijos, él decía que estaba secuestrado por Francia. Y nos hizo sufrir su autoridad, la que no podía ejercer en el país» , señala.
En la escuela y en las escasas escapadas tras los barrotes que Bokassa hizo instalar en Hardricourt, la vida tampoco era fácil.
«En el pueblo molestábamos. No les gustaba que viniera una familia con un apellido que estaba unido al escándalo», recuerda Marie-France, insultada por los compañeros de clase, por los vecinos que reprochaban a los niños la miseria en la que su padre había dejado al pueblo centroafricano.
Así se tejió un telón de acero, se cortó todo contacto exterior. Bokassa impuso la ley del silencio . Nadie debía conocer la realidad del palacio, una ilusión que han seguido manteniendo los otros miembros de la familia, hasta el punto de criticar a Marie-France por haber roto el tabú.
Una Bokassa rebelde
«Yo ya no quiero seguir viviendo esa mentira. Llegué incluso a plantearme cambiarme el apellido. Pero no. Soy una Bokassa. He vivido toda mi vida en función de mi padre. Ahora quiero mirar al futuro», señala.
Marie-France se escapó con 14 años , durmió en la calle varios días hasta que una mujer le dio acogida.
«Convertí mi vida en una aventura. Era una forma de protegerme», asegura. Tuvo un hijo con el hijo de aquella alma generosa y luego siguió su vida, en silencio, escondida tras la resonancia de su apellido.
Ahora, necesita romper ese corsé para reconstruirse y la publicación del libro es un primer paso. Habrá, al menos, una segunda parte, promete.
Quedan por contar pasajes de su «historia fuera de lo normal», como ella misma lo describe. Por ejemplo, el viaje a la República Centroafricana en 1994 para visitar a su padre, que había regresado en 1986 y que fue condenado a muerte, pena conmutada por cadena perpetua, antes de ser amnistiado en 1993, tres años antes de su muerte.
O la búsqueda de su madre, que ha logrado localizar en un convento de religiosas en Taiwán.
Marie-France no guarda rencor por el apellido que lleva. Tampoco por su padre. De él, asegura, ha heredado el fuerte carácter que le permitió rebelarse. Le duele la crueldad con la que maltrataba a sus hijos, sobre todo a los de las mujeres a quienes nunca amó.
«A nadie le gusta odiar a su padre. No me gusta el personaje público, ni el dictador caído. Pero creo que era un niño desamparado que luchaba por ocultar esa parte de su personalidad», relata.
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