Pedro Rodríguez - DE LEJOS
El virus de Tucídides
Con su opacidad y suspicacia, China es el origen de peligrosas teorías conspirativas
Como tratamiento más efectivo contra el coronavirus, China promociona su creciente autoritarismo mientras que los Estados Unidos de Trump han empezado a recurrir a la conspiranoia. Si antes se decía que Pekín y Washington eran dos gigantes unidos por el bolsillo, ahora se puede hablar del comienzo de una guerra fría apalancada en conocidas tensiones preexistentes a la pandemia. Con frentes ya conocidos que abarcan desde el comercio hasta la tecnología pasando por la geopolítica.
Es por esto por lo que la llamada «trampa de Tucídides», que pronostica con todo el pesimismo del realismo político conflictos inevitables cuando potencias emergentes cuestionan el status quo, parece haber envejecido mal. A partir de ahora, vamos a tener que empezar a hablar del «virus de Tucídides». Un virus que genera sobredosis grotescas de nacionalismo que para perjuicio de todos pueden llegar a lo irracional.
Las preguntas e investigaciones sobre el origen del Covid-19 están más que justificadas ante la terrible crisis sanitaria planteada. Sin embargo, con su opacidad y suspicacia, la China especialista en construir muros no hace más que fomentar peligrosas teorías conspirativas. Con el agravante de que esta vez Pekín, con su cuestionable asertividad, intenta exportar su propio régimen de censura a los medios de comunicación internacionales e incluso a gobiernos extranjeros, vigilando lo que dicen y amenazando con represalias.
En Estados Unidos, la campaña de reelección de Donald Trump pivota sobre China como culpable dolosa de la pandemia que en junio puede llegar a cobrarse diariamente las vidas de 3.000 americanos. La Casa Blanca, con más oportunismo que evidencias, está forzando un relato para consumo doméstico de cara a los comicios de noviembre con la aspiración de hacer olvidar la vergonzosa gestión del presidente. Ante este clima político tan deprimente, solo parece funcionar la sátira como antídoto. El New Yorker se ha atrevido a bromear que el destructivo Trump fue creado en un laboratorio secreto por los enemigos de Estados Unidos.
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