Guerra en Ucrania

Los niños ucranianos, enterrados en vida: «No recuerdo cuándo fui al colegio por última vez»

Conscientes de que son objetivo, los padres ucranianos que no han podido sacar a sus hijos del país han optado por el menor de los males: confinarles en instalaciones subterráneas

Sigue en directo la última hora sobre la guerra en Ucrania

Katia y Nikolai viven y se protegen de las bombas en el sótano de la casa de sus abuelos M. G. Prieto

Mónica G. Prieto

«Niñooos». La voz de Sveta , ronca por el tabaco pero dulce como la de cualquier abuela, se impone sobre los ladridos de los perros mientras abre una trampilla en el suelo de su humilde vivienda. Del hueco asoma una escalera de madera que rápidamente es subida por Katia , una belleza rubia de siete años perfectamente peinada y cuidadosamente vestida, a la que sigue su hermano Nikolai , de 10. Desde que la guerra sobrecogió sus vidas, los pequeños apenas salen del refugio, de ahí la extrema vitalidad que destilan cuando aparecen invitados que les permiten tener un rato de normalidad.

«Yo era el segundo de mi clase. Se me da bien todo, sobre todo el deporte, pero no recuerdo cuánto tiempo hace que no voy a la escuela». Nikolai demuestra un carácter mucho más adulto de lo que indica su edad. Enérgico, educado y deportista, apenas sabe explicar por qué el presidente de Rusia ha decidido invadir su país transformando su vida y la de su hermana Katia en un infierno bajo tierra. «Ni siquiera me acuerdo de cuándo fue la última vez que salimos de aquí», explica abarcando con la mirada el patio interior donde vive, porque la guerra le condenó a vivir en el sótano que les sirve de refugio. «Hoy es el primer día desde la guerra que podéis salir», le recuerda con mimo su abuela mientras acaricia a Katia. «Pero sólo hoy. Es demasiado peligroso para vosotros». Y los pequeños cogen otra gominola y rechistan con fastidio. «Putin es malo. Si fuera más mayor, iría a matar rusos con los mayores», masculla Nikolai.

«Putin es malo. Si fuera más mayor, iría a matar rusos con los mayores», masculla Nikolai

La vida ha perdido la luz para los niños ucranianos. La ausencia de voces y rostros infantiles en las calles se antoja escalofriante y extraña. Según Naciones Unidas, la mitad de los menores ucranianos son desplazados de guerra. Desde el 24 de febrero, al menos 150 niños han muerto en ataques rusos y más de 200 han resultado heridos. Las escuelas permanecen cerradas o son depósitos de víveres y, en el peor de los casos, objetivo militar de las fuerzas rusas. Se estima que al menos 330 escuelas han sido atacadas en todo el país por Moscú, como ha ocurrido con 23 hospitales, incluyendo la maternidad de la castigada Mariúpol. Sabiéndolos objetivo, los padres ucranianos que no han podido sacar a sus hijos han optado por el menor de los males: confinarles en instalaciones subterráneas que ofrezcan cierta protección ante las bombas.

Katia y Nikolai no son precisamente afortunados. Su madre murió atropellada por un conductor que se dio a la fuga y su padre hace tiempo que se desentendió de ellos, quedando en manos de sus abuelos Sveta y Vassili, exmúsico que hoy trabaja en el cementerio con su mujer como enterrador para criar a los pequeños. Mientras sepultan los cadáveres que deja la guerra, los niños se quedan en el sótano excavado bajo una construcción de ladrillo en el humilde barrio de Sviatoshyn, situado en la autopista que comunica la capital con el frente del noroeste. Sus abuelos consideran que el pequeño sótano de ladrillo, de no más de cuatro metros cuadrados con dos camas y un radiador continuamente encendido, es el sitio que más protección ofrece a los críos. Alfombras, mesa plegables y una caja con muñecos de plástico rellenan la estancia.

Sus abuelos consideran que el pequeño sótano de ladrillo, de no más de cuatro metros cuadrados con dos camas y un radiador continuamente encendido, es el sitio que más protección ofrece a los críos

En la pequeña finca de la familia hay tres construcciones, cada cual más endeble, y montones de enseres usados, desde una bañera desvencijada hasta una pera de boxeo, pero también un trampolín gigante que hace la delicia de los pequeños y todo tipo de juguetes con los que Katia pasa los días. «Aquí les ponemos una piscina en verano», dice su abuelo, que colma a sus nietos con regalos y dulces para sobrellevar la guerra. Diez perros, cinco gatos y ocho gallinas que garantizan la alimentación de los pequeños completan la familia,

Las explosiones rompen la calma de forma constante y las columnas de humo de los combates cercanos contaminan el aire. Los pequeños se encogen instintivamente con cada detonación mientras su abuelo niega con la cabeza y rechista. «Por las noches, apenas puedo dormir por las bombas. Salgo de la casa para no despertarles y me pongo a rezar», confía Vassili cuando los chicos comienzan a jugar por el patio. «Rezo y rezo, todo el tiempo. Pero no tenemos a dónde ir. Tampoco queremos marcharnos, somos patriotas», se justifica. «Además tenemos animales, no sería humano abandonarles», continúa Sveta.

El abuelo de Katia y Nicolai observa la casa destruida de un vecino M. G. Prieto

Estaciones de metro

El barrio donde residen no es seguro, como repiten una y otra vez. Se arman de valor para mostrar una casa situada a menos de 50 metros, bombardeada el 19 de marzo. «¿De verdad podemos salir?», preguntan Nikolai y Katia, con los ojos muy abiertos. «Solo por esta vez, para acompañarnos», responde su abuelo con cautela. Parte de la casa ha quedado reducida a escombros. «Cerca de nosotros hay posiciones de combate rusas», menciona Vassili en voz baja para explicar una nueva explosión. «Tengo miedo, abuelo», dice Katia.

La familia vive en un barrio paupérrimo sin apenas asfalto ni bocas de metro. Las estaciones son la solución para muchas familias de Kiev, que se han trasladado con sus hijos al subsuelo de forma indefinida, buscando la seguridad que ofrecen los subterráneos. En la estación de metro de Nivki, 140 adultos y una docena de niños han encontrado un hogar provisional en los andenes, ahora cubiertos de colchones cuidadosamente cubiertos por mantas. Debajo de algunas almohadas asoman libros, y en las escaleras de acceso una improvisada biblioteca con donaciones les facilitan nuevas lecturas. Los monitores del metro ya no anuncian horarios, sino que sintonizan 24 horas el canal de noticias manteniéndoles informados de la guerra. «Las dos primeras semanas tuvimos entre 1.200 y 1.400 personas», explica la responsable del metro. «Los empleados, 10 en total, les asistimos en todo momento». El viernes pasado, el grupo de animación infantil Kiwi Party organizó una jornada de juegos que logró abstraer a los pequeños con actuaciones de payasos, juegos, maquillaje y regalos y golosinas. «La idea surgió de nosotros, por la frustración de no poder hacer nada más por nuestra comunidad», explica Anna , la responsable del grupo. «La primera semana no sabíamos cómo ayudar, pero después nos organizamos para acudir a refugios y estaciones y al menos distraer a los niños». Dos miembros de su grupo se han quedado atrapados por los combates en Donestk, pero el resto asume sus puestos.

«Al menos la pequeña ha hecho amigos y se divierte aquí. Cuando está tranquilo y vamos a casa a recoger cosas, nos dice que prefiere volver al metro».

Nazhda sostiene a su hija, de dos años y aún con chupete, en sus brazos mientras la bebé mira hipnotizada a los actores. «Me hace feliz verla así», explica. Artem y Viktoria llevan un mes encerrados en la estación con su hija, de cinco años. «Vivimos en un último piso y allí estamos demasiado expuestos. Al menos la pequeña ha hecho amigos y se divierte aquí. Cuando está tranquilo y vamos a casa a recoger cosas, nos dice que prefiere volver al metro».

Los niños han hecho del metro su parque de juegos. «Se tiran por la rampa que hay en las escaleras como si fuera un tobogán, juegan al escondite, a pillarse entre ellos. Solo les hemos prohibido bajar a las vías». A Ilya, de ocho años, también le gusta vivir en una estación de metro. «La guerra me da mucho miedo, no quiero estar ahí fuera porque hay bombas», dice bajo la atenta mirada de su padre, Sergei. «Emocionalmente es muy difícil vivir aquí, pero al menos él está más tranquilo bajo tierra», se consuela.

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