Londres se queda vacía por el coronavirus
Ali va sentado en el vagón prácticamente vacío con la cabeza baja. Sostiene el móvil con sus manos enfundadas en guantes de látex. Me acerco y le pregunto si puedo tomarle una foto. Me dice amablemente que no porque le da «vergüenza», pero me deja hacerle una de sus manos. Está triste. Dice que viene de limpiar «toda la mañana» el restaurante en el que ha trabajado los últimos diez años, que cerró el viernes por la noche después de la orden del primer ministro británico, Boris Johnson, de cerrarlo todo debido a la crisis del coronavirus. Fue su último día de trabajo y no sabe qué va a hacer. «De la noche a la mañana me he quedado sin nada». Le digo que el Gobierno va a poner en marcha medidas para proteger a las pequeñas empresas y a los trabajadores. «No tengo ni idea de eso, mi jefe me dijo que me voy a casa sin salario, y nada más». Nació en Bangladesh pero lleva en Londres la mitad de su vida, y en su casa le esperan pareja e hijos. Se ve devastado. «No sé que va a pasar con todo esto», dice, mirándome fijamente y poniéndole voz a lo que todo el mundo piensa.
En una estación de metro hablo con Patricia, brasileña, de «casi 60 años», me dice. Lleva una bolsa de la compra con, cómo no, papel higiénico, y algunas frutas y verduras. La estación de Westminster es una de las más llenas de gente en Londres cualquier día de la semana, pero está desierta . Patricia trabaja como interna en una familia acomodada y no habla bien inglés. «Llegué hace seis meses y creo que a mi edad ya no voy a aprenderlo». Sus nietos «pasan hambre» en el estado de Minais Gerais, así que un día cogió sus maletas y se plantó en la capital británica. «Prefiero que mis hijas estén con mis nietos, los niños tienen que estar con sus madres, y trabajar yo. Todo lo que gano se los envío». No está muy informada sobre los detalles de la pandemia, pero lo suficiente para estar «muy asustada» . Y además se siente sola. «No puedo comer nunca cerca de la familia, como en mi cuarto o en la cocina. No puedo usar ningún baño de la casa que no sea el de mi habitación. No puedo hablarle a los niños salvo si los cuido por la noche para que sus padres salgan. Me tratan bien pero como jefes, sin cariño . Me siento muy sola y muy preocupada por todo esto». Le digo que es probable que tengamos que estar mucho tiempo confinados en casa. Se le llenan los ojos de lágrimas. «Es muy duro que pase algo así y estar en una casa llena de desconocidos, soy brasileña, nosotros somos muy de contacto físico».
Las calles no están desiertas pero sí muy vacías. Las tiendas cerradas. El barrio chino, siempre lleno de vida, está en silencio, y los restaurantes se aferran al «take away» (comida para llevar) para poder vender algo. Solo están abiertas las tiendas de acupuntura y medicina china. Hoy hay varias clases de personas fuera de sus casas: quienes salen porque tienen que trabajar , desde obreros de la construcción y empleadas del hogar hasta músicos callejeros-, algunos turistas , y gente que no cree «que esto sea para tanto» , como una pareja con la que charlo. Ella lleva mascarilla «por si acaso», él no. «Nos están engañando, esto no puede ser normal, hay algo raro», aclara él, escéptico.
De fondo suena la música de Romeu, un artista portugués afincado en Londres que suele cantar en Picadilly. Normalmente está rodeado de decenas de personas, pero hoy hay solo unos cuantos . Entre canción y canción hace bromas sobre la distancia de seguridad entre las personas: «Vosotros dos, alejaos que estáis muy cerca». Con el Hallelujah de Cohen algunas personas se emocionan, una pareja se abraza y una chica incluso se pone a llorar. «Son tiempos difíciles para todos, es como una película», me dice la que tengo al lado, que, como yo, lleva mascarilla.
Antes de volver a casa después de recorrer esta ciudad en la que normalmente todo es ebullición, gente, vida, música, ruido, coches y escaparates, pero ahora prácticamente vacía, hablo con una joven sin hogar. Me cuenta que han cerrado el baño de la estación «y que ahora no sabe qué hacer» ya que a veces la dejan entrar «aunque sea de pago». Siempre está en el mismo lugar, en una de las paradas más concurridas de la capital, escondida tras un cartón y con algunas mantas. Pero hoy no hay nadie. Sabe que hay «un virus», pero no le da más importancia. «Hay que lavarse las manos y eso» y se ríe con un dejo de tristeza. «No me gusta que todo esté vacío porque entonces nadie me da monedas», aclara, pero añade que «lo bueno es que no me siento ignorada. La gente me tira monedas sin siquiera mirarme a la cara, como si no fuera un ser humano. Me siento menos sola cuando de verdad estoy sola». A ella no le preocupa el aislamiento .
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