El interminable pulso de Fidel Castro con los Estados Unidos
La revolución rompió con la visión patrimonialista que Washington tenía de Cuba, pero la anomalía ha durado demasiado tiempo
A los tres meses de llegar al poder, Fidel Castro viajó a Washington y puso una corona de flores ante la estatua de Abraham Lincoln. Visitaba un país que le había ayudado en su campaña revolucionaria, mediante el embargo de armas al régimen de Fulgencio Batista y un rápido reconocimiento oficial. Pero lo que pudo haber inaugurado unas relaciones de mayor normalidad entre Estados Unidos y Cuba, tras años de dominio comercial y político del hegemónico vecino, fue en realidad la constatación de una desconfianza mutua que pronto se agrandaría ante el acercamiento cubano a la Unión Soviética. La revolución puso final a un sentido patrimonialista que de Cuba tenía EE.UU., pero dio lugar a una anomalía que ha durado demasiado tiempo.
«Cuba sería la más interesante adición que nunca podría hacerse a nuestro sistema de estados», dijo Thomas Jefferson en 1820 al estimar el valor estratégico de la isla y sus ricas plantaciones. Hubo varios intentos de comprarla a España, pero como la diplomacia y el dinero no fueron suficientes para alcanzar el botín, Washington apoyó insurgencias locales contra la Corona española y finalmente propició la guerra directa de 1898. Cuba ganó la independencia, pero esta se vio tutelada de facto desde el continente, mediante la influencia política y el control económico. «Dejamos que Batista pusiera a Estados Unidos del lado de la tiranía, no hicimos nada por convencer al pueblo de Cuba y de Latinoamérica de que queríamos estar del lado de la libertad», lamentaría John F. Kennedy con el paso del tiempo.
EE.UU. nunca ha resuelto la cuestión de cómo relacionarse con Cuba. Ni antes de Fidel Castro, ni obviamente tras la instauración del nuevo régimen, que tampoco se lo puso nada fácil, con el riesgo de misiles apuntando a su territorio. Desde 1959 hubo intentos de invasión y asesinato de Castro, y luego un largo embargo que a estas alturas tiene tantas excepciones que muchas voces reclaman su levantamiento.
En 1960, el Gobierno castrista incautó tierras, nacionalizó cientos de compañías, entre ellas varias subsidiarias de estadounidenses, y encareció la importación desde EE.UU. La Administración Eisenhower respondió con restricciones para el comercio. La tensión llevó al cierre mutuo de embajadas en 1961. En 1962, Kennedy estableció un embargo permanente a la isla.
En esos años ambas partes jugaron sus cartas más osadas. En 1961 se produjo la frustrada invasión de la Bahía de Cochinos , en la que 1.500 exiliados entrenados por la CIA tenían la misión de tomar el poder. Su fracaso no impidió que EE.UU. siguiera insistiendo en ese propósito. Fue la «Operación Mangosta»: una serie de operaciones encubiertas del espionaje estadounidense, que incluían el sabotaje económico e intentos de asesinato de los principales dirigentes del castrismo. En 1962, tropas norteamericanas ensayaron la supuesta invasión de una isla del Caribe, en unos ejercicios a los que se llamó «Operación Ortsac», nombre que deletreaba al revés el apellido del líder cubano. Durante ese tiempo, según reconocería la Inteligencia estadounidense, se idearon al menos ocho planes para matar a Castro o humillarle rompiendo su imagen de bravo revolucionario provocando la caída del pelo de la barba mediante productos químicos.
El 15 de octubre de 1962, aviones espía de reconocimiento estadounidenses descubrieron que la Unión Soviética estaba construyendo rampas para el lanzamiento de misiles en la isla. Sucedieron doce días en los que el mundo contuvo el aliento. El presidente Kennedy amenazó con impedir la llegada de los barcos soviéticos que transportaban los misiles y, al final, el líder Jruschov solo cedió cuando recibió garantías, conocidas después, de que EE.UU. no invadiría Cuba y retiraría los misiles que tenía instalados en Turquía.
Eso no dejó a Washington más opciones de confrontación con el régimen castrista que el endurecimiento del embargo. Se prohibió todo comercio con la isla, salvo alimentos y medicinas, y se impidió que los estadounidenses la visitaran o realizaran transacciones financieras con ella. A lo largo de los años 70 se establecieron algunos canales de contacto diplomático, como la apertura de sendas secciones consulares. Pero el embargo fue de nuevo endurecido en 1981, con la llegada de Ronald Reagan a la Casa Blanca, después de que el año anterior se produjera la salida de 125.000 personas desde el puerto de Mariel: refugiados cubanos entre los que Castro envió también a EE.UU. pacientes de hospitales mentales y condenados por acciones criminales.
La incertidumbre llega con Trump
Fue la última gran oleada de exiliados que llegaron a Florida, donde los cubanos han levantado una próspera comunidad, de gran influencia económica y política. Durante todos estos años, sus líderes se han convertido en un eficaz grupo de presión ante la Administración y el Congreso para castigar al castrismo. En 1992 y 1996 nuevas leyes aumentaron las condiciones del embargo. Las restricciones se aplicaron también a compañías extranjeras, que se vería vetadas en EE.UU. si realizaban cualquier tipo de transacción con Cuba.
Pero desde 2000 el cerco se ha ido levantando en algunos aspectos. Al final de su mandato, Bill Clinton estrechó la mano de Castro en una cumbre de la ONU. Luego habría un acuerdo para la venta de alimentos, a raíz del huracán «Michelle», que ha ido ampliando su base, convirtiendo a EE.UU. en el primer suministrador alimentario. George W. Bush expandió las limitaciones de viaje, pero Barack Obama ha vuelto a cambiar el tono: levantó las restricciones a los viajes de familiares y envíos de remesas a la isla. A fines de 2014 fue más allá con el anuncio del restablecimiento de las relaciones diplomáticas entre ambos países. Sin embargo, la victoria de Trump puede revertir esta tendencia aperturista a la vista del discurso sin contemplaciones del presidente electo contra la dictadura cubana.
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